A vida sin estado de alarma es la fiesta del fin de las renuncias, del egoísmo tontiloco, del yo-mi-me-conmigo. Viendo el éxodo a segundas residencias, esas sonrisas liberadoras, esa gente feliz, se constata que si antes no iban no era por responsabilidad sino por evitar el multazo, al fin y al cabo, qué faena más gorda es que te toquen el bolsillo, que te da un disgusto más grande que morirse, que ya es decir. Ya no atendemos a contagios, zonas rojas, presiones hospitalarias o cepas internacionales. Lo nuestro es lo punitivo ¿puedo o no puedo? ¿hay multa o no? Y es ahí donde la fiesta-fiesta de fin del estado de alarma se vuelve Año Nuevo justo donde solo faltó José Mota. Esta desescalada nos deja a algunos con su mérito y a otros con su descrédito, a los irresponsables del libre albedrío y a los cuidadosos, cuidándose más si cabe, porque el peligro aumenta. Y la sensiblería de la fatiga pandémica, que debe ser como un campo de concentración, un gulag virológico, una tortura china. Somos flojos, como de cristal y eso que vivimos en la era de las frases inspiradoras, de la resiliencia y el sea feliz sin dramas. Que llega la primavera y hay que hacer de todo porque lo dice un juez mientras los sanitarios siguen con la parte más fascinante de la pandemia, la que vendrá gracias a que unos cuantos ya se están esmerando. El gobierno empieza a recular hablando de reformas legales ante el fin de la alarma. A ver quién los mete en casa con semejante resacón. De alcohol y positivos.

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