A única certeza es que el horizonte es tan incierto hoy como hace una semana o, si se quiere, como lo han sido los últimos doce meses. Acostumbrados a malvivir con una pandemia sobre los hombros, el personal ha afilado su lado más escéptico. De sobresalto en sobresalto por las tormentosas informaciones que llegan en torno a las vacunas, el anuncio del fin del estado de alarma abrió un claro entre las nubes. Pero todo se cae al constatar que se trata de una decisión política de Pedro Sánchez -hagánse las lecturas pertinentes- que no es en ningún caso fruto de un análisis sanitario de la situación. Básicamente, se legisla sobre la situación de alerta, que no deja de ser en gran parte el nivel de sosiego de la ciudadanía, con la misma eficacia que se podría hacer, por ejemplo, sobre su felicidad. No hay motivos objetivos para ser más optimistas. Al contrario, el Gobierno español ha asumido, como hizo hace unas semanas el vasco, que su previsión de crecimiento no se va a cumplir y eso se va a dejar sentir en el empleo, en el consumo o en las inversiones empresariales. Hay tantos flecos por resolver que resulta frustrante que un martes cualquiera, en medio de una batalla electoral por el control de Madrid, se anuncie el fin del estado de alarma, lo que debería, sin duda, generar una ilusión desbordante y el amago de sacar la gabarra. No es el caso y, de alguna forma, ese mensaje alimenta los comportamientos insolidarios que no dan tregua al avance de los contagios.