ODO un campeón como Nadal es el maestro de los rituales: botellas alineadas, no pisar las rayas... Y aún así es incapaz de levantar la Copa de Maestros. Quienes me conocen saben de mis supersticiones en los grandes acontecimientos, y en los pequeños: zapatillas milimétricamente colocadas, misma postura en el sofá todo el evento, cruce de piernas en función de si eres local o visitante... Fue ver el trofeo en la lontananza y pensar: nadie será capaz... Pues sí. Muniain retó al destino, quiero suponer que por ignorancia. Prometo no saber dónde acabaron mis cojines, qué exabrupto le solté ni cómo el televisor siguió vivo. ¡Aunque para lo que vino después! Evidentemente, los principales males fueron otros. El mayor, el desierto futbolístico del Athletic. A las finales hay que llegar llorado. Ocurre, entre otras cosas, que en todas ellas el equipo se presenta en estado de sobreexcitación y responsabilidad por una mochila generacional de la que no es culpable; y, entre todos, disputando los partidos en nuestra imaginación a lo largo de demasiados días de jolgorio y banderita izada, contribuimos a ello. La carga emocional acaba siendo un lastre, y si a eso añadimos renunciar al espíritu valiente y desafiar a la suerte ante un rival superior, el pescado está vendido. De esa Copa publicitada como la nuestra no hay ni rastro en las vitrinas rojiblancas. Porque no era así. Geurea solo acostumbra a jugar en diciembre, y el sábado parecía el día de los inocentes. Ya lo de ayer...

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