OS veteranos que en la década de los 60 del siglo pasado tenían el privilegio de tener un televisor en sus hogares recordarán la serie Perdidos en el espacio, en la que una familia se ve obligada a vagar por el universo, tras caer en el planeta perdido, después de que su nave sufriera un sabotaje que le alejó de su destino. En los diferentes episodios, los componentes del clan Robinson tenían que enfrentarse a todo tipo de peligros, en forma de monstruos, replicantes y hasta malvadas luces. Ni que decir tiene que los protagonistas nunca lograron volver a la Tierra. En una situación parecida nos encontramos ahora que se ha cumplido un año desde que Pedro Sánchez decretara el estado de alarma que nos confinó en nuestros domicilios por culpa del SARS-CoV-2. Todos creímos que aquel primer encierro tendría un final feliz y que la nueva normalidad nos llevaría a un nuevo mundo en el que, además de haber derrotado al covid-19, nos habríamos convertido al buenismo practicante. Nada más lejos de la realidad. Cada nueva ola de positivos nos devuelve a la orilla, arrastrados por nuestra propia inoperancia a la hora de reconocer los peligros y asumir las restricciones que debemos respetar. Las mutaciones del coronavirus son jeroglíficos que los epidemiólogos no son capaces de resolver. Los fallos de distribución de las vacunas son ese tobogán que nos conduce indefectiblemente al barro. Estamos condenados a vagar perdidos en la pandemia.

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