SPEREMOS que ningún galtzagorri de Olentzero ni paje de los Reyes Magos o reno de Santa Claus se haya contagiado estos días de covid-19 porque para cuando el rastreador de turno contacte con los personajes más deseados del año, a la postre su vínculo más directo, es probable que niños y mayores se queden sin regalos. A menudo en estos meses hemos escuchado lo desbordados que se hallan los encargados de ejercer esta figura crucial en la detección y freno del virus, o sobre la inconsciencia de ciudadanos que se pasan por el forro el periodo exacto de confinamiento. Tan cierta una cosa como la otra. Servidor, sin embargo, aún aguarda una semana después a que alguien desde esa línea de combate le advierta de que se quede en su casa, solicite una PCR y ofrezca la lista de personas con las que se ha juntado los días en que uno, después de relacionarse directa e intensamente con un positivo, desempeñó una vida sociolaboral activa y normal. Asintomático más allá de somatizar posibles efectos, de no ser consecuente con lo que había en juego, recluirme y telefonear ipso facto al ambulatorio; medio pueblo, varios allegados, algún familiar y compañeros de trabajo podrían engrosar hoy la fatídica cifra de afectados. Debe ser que el bicho también se iba de puente. Lasai, cuadrilla, el test fue negativo. No tuvo tanta suerte el verdadero protagonista de esta historia, víctima de residencia, y que está peleando. Pero ese es otro cantar. Otro cante.

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