NO ha de tener amigos en el infierno y también de los que te acerquen en puente aéreo a un paraíso como el guanche que, víctima de la pandemia, ha pasado de ser paradigma de la masificación turística a casi un páramo en el que solo sale beneficiado su entorno natural. Aeropuertos acostumbrados a ser una Torre de Babel entre el trasiego diario de miles de maletas son hoy un cover de la terminal fantasmal de Huesca. Sin alemán que alce la birra al cielo, ingleses tostándose bajo el astro rey rebozados de arena ni italianos robándote el corazón como si fuera la Toscana; el turismo interior y casero no basta para mantener un sector donde han desaparecido las carreras de los taxistas, las guaguas de las touroperadoras, los repartidores de flyers de locales de moda que han echado el candado o los animadores de recintos hoteleros condenados a cerrar sus puertas porque la ocupación no alcanza ni el 20%. Lo dantesco atañe a la infinidad de hogares donde la subsistencia tiene sus límites: los de esas kellys siempre sobreexplotadas, guías turísticos, camareros de profesión y ocasión, recepcionistas, socorristas, hamaqueros, cocineros o doctorados en orquestas. Ni los test que prepara su gobierno, a 15 euros y con resultado en dos minutos, devolverán la juerga bien entendida a sus playas y chiringuitos y la alegría a sus autóctonos y veraneantes. Allí donde la temperatura se dispara, sobreviven bajo cero. Y no todo es por culpa del virus.

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