L mantra de la crisis sanitaria del coronavirus y su derivada económica repite sin descanso que nada va a ser igual tras el paso de este huracán. Los más optimistas ven una oportunidad para impulsar un mundo mejor, más justo, más solidario y, en definitiva, más humano. Ojalá sea así, pero el caso es que el viraje social depende en gran medida de la respuesta de los propios ciudadanos y el magnetismo que ejerce el consumo sobre la mayoría no promete muchas alegrías. Seguramente el móvil es el artículo que mejor refleja las necesidades actuales del personal. Algunos expertos en el comportamiento social ya han señalado que habrá familias que prefieran comer menos o peor antes que renunciar al smartphone y el debate no se centra en si un niño debe tener móvil y para qué, sino en si hay que comprárselo antes de que cumpla 12 años. Esa dinámica poco edificante de nuestra sociedad se completa con cuestiones como la costumbre de acudir al centro comercial para realizar la compra semanal y comer en una franquicia, lo que ha reducido a mínimos el comercio local. En la lista también está el consumo digital, que permite la explotación laboral de los repartidores de comida y de mercancías a domicilio. No quiero ponerme en la piel de los más pesimistas con los efectos de esta crisis, que auguran un retroceso sin precedentes de cuestiones como los derechos laborales, pero, a bote pronto, tampoco veo que lo que nos aguarda vaya a ser mucho mejor.