S un tema recurrente. Sale a la luz cada vez que en Estados Unidos un ciudadano afroamericano muere a manos de un policía blanco. Nos rasgamos las vestiduras y condenamos el racismo del país norteamericano. Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el propio. Empezando por el vocabulario. Solo hay que ir al diccionario de la RAE para ver que un fariseo, además de un seguidor de una secta judaica, es también un hipócrita. Sin abandonar la etnia de la que proviene Jesucristo, un judío, además de ser aquel que profesa el judaismo, es avaricioso y usurero. Que no decir de los gitanos, pueblo nómada procedente de Asia, a quien se califica de trapacero, es decir el que con astucias, mentiras y falsedades intenta engañar a alguien. Por no hablar de los moros en la costa -que si van en yate son árabes-, el sudaca que nos ataca o el negro que escribe para que otros firmen sus obras. Y circunscribiéndonos a Euskadi, los que peinamos alguna cana crecimos pensando que los coreanos nos habían invadido antes de que Samsung o Kia coparan nuestro mercado. Luego comprendimos que no eran asiáticos, sino maketos, aunque nos entró la duda cuando nos dijeron que eran manchurrianos. Y alucinamos cuando nos imaginamos un pueblo sin orejas: los belarrimotz. Está claro, somos todos unos fariseos. ¡Uy!, qué eso no se puede decir, que es políticamente incorrecto. Unos falsos, eso es lo que somos.

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