LA parca nunca es bien recibida. Ni en esos casos en que se habla de muerte digna, si es que alguna muerte puede ser considerada así, por la que muchos luchan y predican con el ejemplo para que lo que debería ser un derecho universal no esté reprimido por absurdos prejuicios religiosos. No es bien recibida cuando un accidente automovilístico siega el futuro de un joven con toda una vida por delante. Ni cuando lo que parece un nimio percance doméstico se convierte en una guadaña que cercena la garganta de un ser querido. Tampoco cuando fallecen nuestros mayores, por muy mayores que sean, y nos dejan solos y en primera línea del frente. Ni, por supuesto, cuando, en contra de todas las leyes de la naturaleza y de todos los idiomas del mundo, que ninguno recoge una palabra para definirlo, unos padres pierden a su hijo. Y el dolor que provocan estas muertes es incuantificable. En el momento que se producen y a lo largo del tiempo, porque nadie tiene derecho a poner límites al duelo. Podemos tratar de evitar su visita, pero hemos de saber que la muerte siempre gana la partida. Incluso las más increíbles. Como la del vecino de Tarragona que falleció al desprenderse el techo de su vivienda, como consecuencia del impacto de una pieza de una tonelada de peso que voló 2.600 metros tras la explosión de la petroquímica catalana. ¿Cuestión de mala suerte? No. De mala muerte.

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