A cierta generación el fútbol nos entró ya por los ojos, en colores, rojo y blanco, surcando las aguas y coronados como campeones. Pero sobre todo nos caló a través de los oídos, con el sonido inconfundible de las tardes del domingo, un transistor pegado a la oreja siguiendo al segundo el partido de los nuestros, y otro receptor a distancia esperando a que sonara en Carrusel el martilleante pitido por el que rogábamos que fuera un gol contra el Madrid mientras de fondo se publicitaba Soberano, el brandy que decía ser cosa de hombres... Más allá de un duelo en sábado, todo se concentraba en 90 minutos de subida de tensión, infartando de críos en el descuento del Luis Casanova para convertir a Tendillo en un león más, o brincando de adolescentes con la doble debacle merengue en Tenerife. El negocio de los dirigentes, llámense Tebas, Rubiales y viceversa, trufó esa adrenalina con la fragmentación de horarios, condenando a los menos poderosos a jugar viernes y lunes -salvo un memorable 5-0 en el Camp Nou en 2010-, y al aficionado a ir al estadio con la desgana propia de una jornada de curro para volver de madrugada a casa. Un dislate, con la complacencia de los clubes, que tendrá envite de vuelta porque la Liga española es incapaz de emular a la Premier, que fija día y hora para toda la temporada allá por junio. Y allí se mueve también el dinero y la televisión de pago. Quizás aprenderían con una huelga de asientos vacíos. Y a imaginarlo por la radio.

isantamaria@deia.eus