LEO a Roger Federer, número uno de la historia del tenis, afirmar que si pudiera elegir, “sería una persona corriente”. Así definen quienes bien le conocen a Ernesto Valverde; rostro amable y sentido común, alejado del histrionismo de muchos entrenadores de fútbol. Doy fe. Pero los banquillos no saben de buenismos cuando quedas al desnudo si, como en el cuento El traje nuevo del emperador, de Christian Andersen, te pasas el tiempo viéndote guapísimo aunque sepas que el principio y final de tu argumento es el mejor futbolista de esta otra historia. Y el día que no aparece cae el telón y quedas fundido a negro. Me señala un culé que cuando hace dos años su Barça volteó al PSG con un 6-1 debió firmar un pacto con el diablo, ya que no ha vuelto a levantar cabeza europea. Le respondo que no, que lo que ha hecho es vender su alma al diablo y éste se ríe de él, por ir lastrando su estilo y razón de ser. Porque bajo la presidencia del triste Bartomeu el club ha ido perdiendo personalidad a espuertas, social y deportivamente. Jon Aspiazu, el más fiel a Txingurri, se puso intenso antes de la hecatombe en Anfield: “En la vida lo único definitivo es la muerte”. Premonitorio. En el Barça, la pelota es la vida, y si renuncias a ella, pereces. “Al final de la tormenta hay un cielo dorado”, reza el himno del Liverpool. Valverde deberá buscarlo en otros lares. Donde estás llamado para la gloria no hay sitio para un accidente. Menos para dos. Réquiem por un buen tipo.

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