Como recordó mi querido colega Alberto Moyano, en los Goya de 1998, el legendario director José Luis Borau mostró sus manos blancas para denunciar la violencia de ETA. Así que, no. La productora de La infiltrada, María Luisa Gutiérrez, no fue la primera que en una ceremonia de entrega de los llamados cabezones alzó su voz contra los crímenes de la banda. Otra cosa es que, con el adanismo de costumbre, resulte muy tentador esparcir la especie de que nadie hasta la fecha había osado cantarle las cuarenta a un público, el del artisteo mayoritariamente progresí de Hispanistán y, en eso no podemos engañarnos, con querencia a ponerse de perfil en este asunto concreto. Como es bien sabido, los cagüentales por las vulneraciones de los Derechos Humanos se profieren siempre selectivamente. En todo caso, sobran también las congas de Jalisco celebratorias del ultramonte caspuriento. Basta atender a la literalidad de las muy aplaudidas palabras de la socia de Santiago Segura. “La memoria histórica también está para la historia reciente de este país”, sostuvo con aplomo. Una vez más, se limitó a enunciar lo obvio. No negó la necesidad de recordar la represión franquista. Simplemente, añadió, para joda de los amnésicos de conveniencia, que la memoria no se puede parcelar a beneficio de parte. Lo terrorífico es, primero, que haya que recordar el catón y, segundo, que hacerlo conlleve la enésima batalla dialéctica en el barro entre fachas y wokes; qué cansinos y previsibles, los unos y los otros.

En cuanto a la película que, como ocurrió con Patria en sus versiones literaria y audiovisual, está sirviendo como arma arrojadiza, simplemente me limitaré a recomendarles que la vean. Ni remotamente es la verdad revelada y tiene media de docena de agujeros, amén de algún exceso épico en favor de los uniformados. Pero, en general, refleja una realidad –y ahí es donde nos duele– bastante aproximada a los hechos que ocurrieron.