En la impagable semblanza de Mario Fernández que firma en estas mismas páginas, Emilio Olabarria desvela que el enorme animal político y financiero que nos acaba de dejar tenía unas libretas en las que anotaba sistemáticamente los favores arbitrales que recibía el Real Madrid. Esgrimiendo esa contabilidad, el mago de los números estaba en disposición de documentar cuántas ligas de más hay en el palmarés merengue. Si llegaran a publicarse, esos cuadernillos tendrían un valor incalculable. Sin embargo, si este humilde servidor pudiera elegir, preferiría un millón de veces tener acceso a los centenares de folios en los que Fernández dejó constancia de su frenética y fecunda trayectoria vital. Esas memorias que, según nos cuentan sus íntimos, quedaron en un cajón tras el desgarro emocional que supuso afrontar un proceso judicial que él vivió como una traición de los que consideraba amigos son (me juego el cuello) oro molido para entender el último medio siglo de nuestra historia, del que él fue no solo testigo sino protagonista. A poco sinceras que fueran, en ellas (vuelvo a apostarme el gaznate) quedarían malparados muchos de los que le están dedicando encendidos elogios fúnebres, como si cuando respiraba y aún no había sido pasto de la maldita enfermedad neurodegenerativa que robó su ser, no hubieran echado pestes sobre su persona y su obra. Algunos de los que en los peores momentos se cebaron calificándolo como corrupto y subrayando a mala baba una cercanía al PNV más que matizable se enmiendan a la totalidad a sí mismos para retratarlo como un titán con cualidades humanas e intelectuales muy por encima de la media de lo que se lleva en el primer partido del nacionalismo institucional. Hay que ser muy tonto y muy mezquino como para pasar por alto que Mario Fernández Pelaz compartió gobierno con colosos del pensamiento como Pedro Luis Uriarte, Pedro Miguel Echenique o Ramón Labayen. Un respeto, por favor.
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