No, miren, no. Me van a perdonar el atrevimiento, hijo del hartazgo, pero les puedo asegurar que yo, que soy un tipo lleno de imperfecciones, no he cometido ningún error que haya llevado al asesinato en Pasaia en Ana Leonor R.M. a manos de su expareja, un vomitivo gañán identificado en los titulares como Fernando T. C. Anótenme ahí, ya que estamos, la significativa diferencia entre según qué presuntos. Si hablásemos de un manolarga de la política pillado en renuncio, tendríamos su filiación completa, acompañada de su jeta y todos los pelos y señales que fueran menester. Este fulano, que confesó chulescamente su crimen una hora después de haberlo cometido, goza de la prerrogativa de ser mentado por unas siglas. Una vez más, el pretendido garantismo judicial acaba jugando a favor del victimario. Y, volviendo a la tesis inicial de estas líneas, me declaro absolutamente ajeno a tal circunstancia. Lo mismo que cada uno y cada una de quienes leen estas líneas, supongo, pese a la cansina letanía “algo estamos haciendo mal” que se difunde en bucle ante cada asesinato machista. Pues insisto: a mí no me incluyan en esa primera persona del plural y busquen responsables o culpables en otro lado. Se me ocurre que podría empezarse por el factor que provocó que quedaran archivadas las diligencias abiertas tras una segunda denuncia presentada por la víctima. Desconozco sinceramente si hay que señalar a un juez o una jueza de carne y hueso o a lo que establece la ley. Bien puede ser una combinación de lo uno y de lo otro. Cualquiera de las circunstancias me parece de una gravedad extrema porque su traducción es clara: por muchos eslóganes encendidos que escribamos en las pancartas, no hay herramientas legales eficaces para impedir los crímenes. Mejor echar la culpa a toda la sociedad.
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