LO de los tractores en el asfalto y no precisamente mostrando buenos modos en general empieza a ser un marrón cósmico para el Gobierno español.

No hay más que ver cómo las buenrollistas declaraciones de los primeros días y hasta las chachipirulis medidas anunciadas –ser vigilantes con la ley de Cadena Alimentaria. ¿En serio?– se van tornando en ásperas cargas de profundidad y avisos a navegantes, es decir, a agricultores y ganaderos.

Del “hay que escuchar al campo” de Pedro Sánchez, Yolanda Díaz y ese conjunto vacío que atiende por Luis Planas hemos pasado a las advertencias de que las Fuerzas de Seguridad no tendrán piedad con los que rompan el orden público. (Nota mental: como García-Castellón vea algunas de las imágenes, se pone las botas imputando por terrorismo a algunos tractoristas).

El grano y la paja

Yo tengo dicho hasta la saciedad que, utilizando una metáfora muy propia del sector primario, debemos ser capaces de distinguir el grano de la paja.

Es decir, que nadie duda de que muchas de las reivindicaciones no solo son justas y necesarias, sino que acumulan decenios de agravios e insultos, incluso de los más progresitas del universo. Muchos de esos de los cantos a la España (o Euskal Herria) vaciada hacen aguas menores sobre las zamarras de los pastores que, después de haber perdido medio rebaño en las fauces de uno o varios lobos, tienen que soportar a ecolo-jetas (gracias, Xabier Iraola, por la definición) recomendándoles una dieta de ajo y agua.

Eso es una indignidad (tanto como la impopularidad de denunciarlo) igual que cargar todos los irrealizables objetivos verdes en los hombros de quienes nos dan de comer. Pero hasta ahí.

A poco que uno tenga medio gramo de discernimiento, se da cuenta de que muy buena parte de lo que se juega en esta bronca no tiene nada que ver ni con la agricultura ni con la ganadería.

La guerra, igual en Europa que en España y desearía pensar que no tanto en Euskal Herria, obedece a otros intereses. Va de poner en jaque, desde la extremísima derecha, a gobiernos con actitudes manifiestamente mejorables, pero lo más democráticos que cabe hoy en día.