Y por esto ya no me gusta el fútbol
Esas lágrimas
– Viendo la final de Copa del pasado sábado, recordé por qué un día me gustó mucho el fútbol y por qué hoy ocupa un lugar casi residual entre mis aficiones. Empezando por lo primero, por lo positivo, creo que el resumen gráfico de mi antigua pasión está en las lágrimas de Jagoba Arrasate tras el pitido final. No lloraba por él, estoy seguro, sino por las decenas de miles de personas que se habían atrevido a compartir un sueño que desafiaba no solo la lógica sino los usos y costumbres del llamado deporte rey en el Estado español, donde todos los clubs menos dos tienen asignado el papel de comparsas. Cantaba Gardel que contra el destino nadie la talla. Lo que vimos el otro día es la adaptación de la frase al negocio balompédico. Casi no hay forma de que una escuadra de las señaladas para hacer bulto le pinte la cara, llegado el momento de la verdad, al equipo que desde antes de saltar al césped sabía que el título –que, para colmo, consideran menor– engrosaría su palmarés.
Papeles asignados
– Resumiendo, que aunque cupiera un ínfimo lugar para la sorpresa, los papeles estaban asignados. En este caso, habría un campeón que lo celebraría casi con sordina y un subcampeón –cuántas veces lo habré visto en mi entorno inmediato– que festejaría ser el segundo por todo lo alto y que sabría hacer una gesta de lo que, en términos fríos, no fue otra cosa que una derrota. Con honra, con orgullo, con la cabeza altísima, como quisimos contraponer a los hechos en los entregados, sentidos y totalmente ciertos titulares, pero derrota, al fin y al cabo. La que, insisto, venía predeterminada, no solo por la abismal diferencia de presupuestos sino porque el designado para ejercer como juez de la contienda y sus asistentes tenían perfectamente claro cuál debía ser el desenlace y cómo debían asegurarse de su cumplimiento.
Lo correcto
– ¿Estoy queriendo insinuar que el Real Madrid también paga a los árbitros, como parece que ha venido haciendo durante años su gran adversario? Qué va, es algo más triste. Todavía quedan clases. Estoy seguro de que, a diferencia de Laporta y sus antecesores, a Florentino no le hace falta soltar un euro para que los trencillas designados para sus enfrentamientos sepan que deben hacer lo correcto. Y lo correcto, por poner el ejemplo más frecuente y sangrante de un tiempo a esta parte, es, por ejemplo, permitir que Vinicius acabe los partidos con una tarjetilla amarilla cuando ha hecho méritos de sobra para haber sido expulsado varias veces. La risa chulesca del ventajista en cada provocación es el motivo por el que detesto lo que un día disfruté.