A entrada en vigor del nuevo Reglamento del Juego en Euskadi desde ayer es una oportunidad para reflexionar de nuevo sobre un fenómeno que ha arraigado en la sociedad vasca y que, huyendo de maniqueísmos o criminalizaciones, debe encararse como el fenómeno social que es para evitar que lo que aún no es un problema pueda derivar en ello. Los márgenes de actuación de los poderes públicos sobre el asunto se orientan, fundamentalmente a satisfacer la protección de los menores evitando su exposición a los locales de juego y a incorporarlos a los protocolos de seguimiento y control de ludopatías que ya se aplicaban en casinos o bingos. No sería justo un señalamiento negativo con carácter general de un sector de ocio que se afianza como entorno de socialización en los jóvenes. Identificar los riesgos objetivos y preservar a los grupos de edad más expuestos. El informe Juventud y Juego en la Comunidad de Euskadi 2021, encargado por el Gobierno vasco constata que el mercado del juego se consolida entre los jóvenes de entre 18 y 30 años, y casi la mitad de ellos admiten haber jugado dinero. No estamos hablando de un proceso que siempre vaya a derivar en una ludopatía como el consumo social de alcohol no deriva necesariamente en alcoholismo. De hecho, en la actualidad no se ha detectado entre los jóvenes vascos un problema de adicción significativo vinculado a los locales objeto de la regulación. No le falta razón al sector de los locales de apuestas cuando advierte de que la regulación de su actividad no impide la accesibilidad al consumo de apuestas y juego on line. Una accesibilidad más difícil de controlar en cuanto a la presencia de menores en estas prácticas. Sin embargo, la apuesta se está convirtiendo en una práctica habitual de ocio y socialización para amplios grupos de jóvenes. El joven vasco no juega principalmente para ganar dinero sino para divertirse, y es el carácter lúdico de la práctica lo que constituye una silenciosa amenaza que es preciso tener socialmente identificada. Dotar de herramientas de criterio a los jóvenes es parte del proceso formativo, no necesariamente asociado a la escuela, sino más bien a un entorno social advertido, consciente y vigilante. De nuevo no es un mecanismo de coerción o prohibición lo que va a dar los mejores resultados sino uno de concienciación. Lo que no quita para que el reglamento cumpla con una necesaria función de protección pasiva de los más vulnerables.