CUATRO hechos en dos días definen el embrollo jurídico-político en que los poderes del Estado, especialmente el judicial, han convertido el procés con el indisimulado objetivo de escarmentar a quienes de modo pacífico, aunque no siempre con decisiones atinadas, pretendieron consultar a la ciudadanía catalana respecto a una eventual independencia. El primero es el envío al Gobierno español por el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de la ONU de una comunicación sobre la prisión preventiva de Junqueras, Sànchez, Cuixart, Rull, Turull, Romeva y Forn en la que considera que se vulneran derechos fundamentales y solicita su puesta en libertad. Es relevante por cuanto es la prisión preventiva la que ha servido de base a una jurídicamente enrevesada lectura de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que ha llevado a las mesas de las dos cámaras que componen las Cortes a retirar a cinco de ellos su condición de diputados y senador ignorando sus respectivos reglamentos. El segundo hecho es el mantenimiento por la Fiscalía de peticiones de penas de cárcel elevadísimas, con el añadido de restricciones al tercer grado, en virtud de la tipificación de los hechos en torno al procés como delito de rebelión, ignorando el criterio restrictivo de dicho delito que, según delimitó el TC en 1987, exige el empleo de armas. Porque solo en ese delito se razona, aunque no se sostenga, la prisión preventiva y sus consecuencias en forma de vulneración de derechos políticos de los acusados. Derivado de esto, el tercer hecho es la negativa del Parlamento Europeo a recibir a Puigdemont y Comin como eurodiputados electos con el escaso fundamento de que el Estado no ha enviado la lista de quienes el 28-M adquirieron tal condición. Denota hasta dónde llega la presión del Estado para impedir a los políticos catalanes el ejercicio de derechos recogidos por la Constitución y los Tratados de la UE y hasta qué punto puede surtir efecto. Y el cuarto acontecimiento es la resolución del Tribunal de Estrasburgo que avala la decisión del TC de suspender el pleno del 9 de octubre de 2017 en el que el Parlament iba a proclamar la independencia. No en vano, confirma el error del soberanismo al medir la respuesta del Estado -que ya obviaba los cauces ofrecidos por la legislación para eludir el conflicto- e interpretar de modo laxo advertencias judiciales en su pulso por la celebración del referéndum aun siendo esta del todo legítima.