Merece la pena celebrar una gala cinematográfica desprendida de público y glamour? Pues sí, como vale jugar partidos de fútbol sin la presencialidad de los espectadores. Suspender estos festejos sería ceder vida a la pandemia, más de la que ya nos ha arrebatado. El cine debe sobrevivir como los personajes heroicos de sus historias. Si la ceremonia de los Globos de Oro hace una semana en Los Ángeles fue un fiasco, la del sábado en Málaga fue lamentable. Todo fue Antonio Banderas. El teatro era suyo, era su ciudad, las estrellas de Hollywood que enviaron saludos eran sus amigos, la organización era suya y hasta la tristeza y la voz apagada eran todas suyas. ¡Pobre María Casado, haciendo de atrezo en la antevíspera del Día Internacional de la Mujer! Y ella dijo la frase maldita: "Han sido los Goya del Covid". Y con la peor audiencia de los últimos 15 años.

Así que la gala del cine fue la gala del vídeo y la distancia. La alegría llegaba por pantallas lejanas, lo menos deseable tras la saturación de virtualidad a la que nos ha llevado el confinamiento. Por compensación, Euskadi ha ganado 8 estatuillas con Akelarre y Ane. Y sonaron, rotundos, los eskerrik asko. La carrera del director bilbaino David Pérez Sañudo es vertiginosa. El gran premio fue injusto: debió ser para la conmovedora Adú en vez de para Las niñas, un bodrio nostálgico incapaz de retratar con sentido la reprimida vida provinciana de los 90.

Faltó épica al ritual de la cinematografía. Fue una peli de enmascarados. Ángela Molina, que no es Jane Fonda, hizo un discurso lírico. Hubo apenas una pincelada política y terminó con el pegote demagógico de encargar a una enfermera el anuncio del Goya a la mejor película. ¿Cuántos espectadores perdió el cine de marzo a marzo? No lo dijeron. Solo sabemos que llegó el virus y las salas se vaciaron llenas de miedo.