A buena marcha del Athletic, las sensaciones que transmite, sus resultados y, en especial, la atípica situación que provoca su presencia en dos finales de Copa el mes que viene, que a su vez no cabe desvincular del reciente título de la Supercopa, supone un aliciente para la gente. ¿Para quién? Pues para mucha gente porque un porcentaje mayoritario de la población se identifica con el club. Están quienes siguen sus andanzas con gran atención y también aquellos más pendientes de otras cosas, pero que no por ello dejan de ser partícipes del sentimiento colectivo y se alegran de sus victorias como se disgustan con sus derrotas.

Hasta los seguidores que se desmarcan de sus esencias se suman al festejo sin sonrojarse.

En estos tiempos presididos por la restricción en todos los órdenes, con una incidencia severa en las relaciones sociales y consecuencias preocupantes en el ámbito económico, se tiende de forma natural a buscar referentes que ejerzan de contrapeso en el ánimo. Los éxitos futbolísticos adquieren un valor innegable en un contexto vital tan desagradecido y se tiende a hacer hincapié en la función reparadora del Athletic. No cabe negarla, aunque su relatividad sea asimismo incuestionable. Los goles de los chicos de Marcelino no solucionan los problemas de casi nadie, solo son una vía de escape, un recurso para evadirse durante un rato, la disculpa perfecta para compartir ilusión con el entorno más próximo y emocionarse pensando en lo que está por venir, que será maravilloso, cómo no.

La alegría se percibe, empieza a generarse un clima de euforia que amenaza con salirse de madre en las próximas semanas, según se acercan las finales. No es una novedad, ha ocurrido siempre, con cada título disputado por el Athletic, si bien en esta ocasión el protagonismo lo acapararán casi totalmente y muy a su pesar los profesionales. A la afición le toca asumir un papel muy diferente al habitual. Por la distancia dará la impresión de que Sevilla queda a la altura de Australia, el cupo de socios afortunados, con entrada, será inexistente, ambas finales se seguirán a través de la televisión, cada cual en su casa, con los balcones engalanados, sí, y las calles vacías (esto último se antoja improbable, pero bueno). Ah, y luego está el tema de las celebraciones, recibimiento, gabarra y demás, iniciativas que a la vista del punto en que se halla la batalla contra el bicho y en una proyección razonable a un mes vista, chocarán frontalmente con las normas de convivencia vigentes en esas fechas.

Lo importante es que el Athletic logre el objetivo de salir campeón, cuanto se ha comentado pasa a un segundo plano, no merece la pena lamentar algo que no depende de la voluntad de la afición, de la población. Mientras, sería deseable que la espera discurra por el cauce de la tranquilidad: el optimismo es saludable, no lo es ofuscarse, creer que ganar a la Real y/o al Barcelona será asequible, mucho menos que constituya una obligación traerse el o los títulos a Bilbao.

En este sentido, suena bien la idea que expone Marcelino de intentar profundizar en la inercia que ha adquirido el equipo, no ya por los resultados que acumula sino por la mentalidad en que se inspira para tratar de desplegar un fútbol coherente en pos del triunfo, y centrarse en los compromisos previos a esos partidos cumbre. En definitiva, no dejarse deslumbrar por el brillo de los trofeos. En estas semanas previas no será fácil para el jugador abstraerse de esa doble posibilidad de hacer historia y ahí interviene la figura del entrenador. Siendo cierto que viaja en el mismo barco que la plantilla, él es el único encargado del timón.

Fuera del vestuario, elucubrar y ponerse estupendo es libre, quizá hasta irresistible al calor de la euforia; dentro, la perspectiva por fuerza debe ser otra y contemplar los diversos escenarios. Por eso carece de fundamento dar la temporada por amortizada a día de hoy agarrándose al derecho adquirido a competir en ambas finales cuando estas aún no se han celebrado y, no se olvide, queda pendiente de disputa un tercio del campeonato de liga.