estas alturas del calendario a más de uno/a la palabra verano le sonará tan lejana como cercano el comienzo del trabajo con las vacaciones ya esfumadas.

Para muchos llegará el dilema de si continuar teletrabajando, volver al curro presencial o compaginar ambos; y, aunque el desempleo haya descendido en el Estado en 83.000 personas, no nos engañemos, porque la afiliación a la seguridad social ha perdido más de 121.000 y peor aún en la CAV, donde hay 3.000 personas más en paro que en julio, esto con ERTEs todavía coleando; si sumamos los despidos programados y paros por problemas de suministros en algunas empresas, lo laboral es la preocupación prioritaria de casi cualquier currito. Además, como cada setiembre, el gasto escolar se echa encima, con una media de 1.889 euros por alumno/curso, cíclico quebradero de cabeza posvacacional. Y tras el verano vacacional toman cuerpo un tercio de los 125.000 divorcios anuales en España, que no será asunto de todos, pero sí de bastantes. Por otra parte, la pandemia covid sigue vivita y mortificando a todos como preocupación cotidiana.

Por si estos asuntillos no fueran suficiente fuente de agobio popular cercano, tenemos el criptograma, prácticamente indescifrable para el vulgo, del recibo de la luz ascendiendo a los cielos. Ya sé que las compañías eléctricas, como Iberdrola en julio a sus 600.000 accionistas, pagan jugosos dividendos que enjugan muy bien los descalabros de la factura lumínica; pero los no-accionistas lo vemos más oscuro y miramos culpabilizando al gobierno, a sabiendas de no ser el culpable, pero como saco de las quejas está más cerca que el fondo de inversión qatarí.

Con tantas y tan acuciantes preocupaciones cercanas, hablar de las lejanas se nos antoja tan etéreo como el desperdicio del agua de lluvia en el océano. Y sin embargo están ahí, tan reales como el paro o la subida del precio de la luz. He visto de cerca arder 22.000 hectáreas de bosque y prado en Ávila, sí, veintidós mil campos de fútbol calcinados; una nadería comparadas con los 2,3 millones de hectáreas de bosque perdidas en 2020 en Amazonía, la mayoría por incendios provocados. También nos pillan lejos los desastres del huracán IDA o la inmensa masa de agua caliente cercana a Nueva Zelanda que está provocando megasequías en Chile y Argentina, surtidores tradicionales de muchos de nuestros cereales, por ejemplo. Son nuestras joyas en llamas, o no todas en llamas, porque algunas joyas también están anegadas en las lluvias torrenciales consecuentes a una DANA (vulgo, gota fría) que cada vez con mayor frecuencia y virulencia azotan zonas más amplias de la península Ibérica. Y en el recuerdo para no perder, el funeral programado del Mar Menor. La lista de ecocidios vía contaminación, calentamiento global y cambio climático podría ser interminable. Interminable y continuada, porque seguimos contaminando o no damos importancia a que otros lo hagan, urbanizando lo inundable, plastificando urbi et orbe, sobreexplotando acuíferos, esquilmando los océanos, deforestando... tal vez porque creamos que la catástrofe esté lejos en el espacio y en el tiempo; pero al mismo tiempo los medios especulan y preocupan al ciudadano con la posibilidad de que a partir del 2135 el asteroide Bennu pueda chocar con la Tierra y que el 24 de setiembre de 2182 su probabilidad de choque sea de un temeroso 0,037%.

Al ritmo que caminamos veo dudoso que Bennu encuentre entonces joya alguna que arrasar, aunque mantengo mi voto-esperanza de equivocarme en la predicción.

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