UENTA la tradición que los recién nacidos llegan con un pan bajo el brazo, un asunto que hoy no tiene la vigencia de tiempo atrás. El origen de la expresión se encuentra en la fortuna que para las familias más pobres significaba el nacimiento de un hijo varón principalmente, pues suponía un par de manos más para trabajar y llevar dinero a la casa a los pocos años de su nacimiento. Incluso en ciertos oficios durante la revolución industrial, los niños de pequeño tamaño estaban muy cotizados, pues se podían meter por estrechos huecos y tenían acceso a la reparación de una pieza. Hoy esas cuestiones han caído en saco roto pero la frase sigue ahí, instaurada en el habla popular. Un hijo sigue siendo, en la mayoría de las ocasiones, una bendición pero las motivaciones son otras, más ligadas al ámbito íntimo que a la economía doméstica o a las ventajas en la fábrica.

Ligados a esa figura retórica y vistos los gastos que conlleva una crianza a día de hoy, si uno se empeñase en el uso de esa expresión viejuna debiera añadirle un par de adjetivos al pan. Un mendrugo duro y seco, por ejemplo, para aquellos que pasan fatigas para llegar a orillas del fin de mes. No en vano, la vida de los primeros años se ha encarecido de lo lindo, como si fuese una de las primeras lecciones para los recién nacidos: no puede uno fiarse de los cálculos. Una sabia voz dijo aquello de “no le dañes la vida a tus hijos haciéndosela más fácil” y algo de razón llevaba a cuestas. Fue Nelson Mandela quien nos recordó que nada dice más del alma de una sociedad que la forma en que trata a sus hijos y algo más añadía al zurrón.

Los más pequeños no piensan en el ayer ni en el mañana. Sólo existen en cada momento y sus necesidades y demandas son puntuales. La inmensa mayoría son artículos de primera necesidad. Lo pagan bien, eso sí: con alegría y cariño.