S el horror de los horrores, dicho sea si paliativo alguno y con toda la rabia posible que a uno le quema por dentro. Escribes que uno de cada cinco menores vascos ha sido víctima de abusos sexuales y el arrebato te corroe. Si pudieses, si no tuvieses escrúpulo alguno o una moral laxa, pedirías para la persona delincuente la aplicación de la tortuosa ley del Tailón, el viejo ojo por ojo u otras venganzas más horribles que no alcanzo a explicarles ni siquiera desde la imaginacion. En todos los órdenes de la vida, los abusos, aun en el estado más sólido, son minas sordas que tarde o temprano estallan. En el caso de los niños es una barrabasdada tan bárbara que le paraliza a cualquiera. No sabes cómo actuar. O peor aún: sí lo sabes pero sabes también que no hay que te ampare al respecto ni moral que te lo aconseje.

La cifra nos ha pillado con los pantalones bajados, nunca mejor dicho. Al menos a quien esto escribe y a su entorno, donde también hay una camada de menores, hijos e hijas de todos. No hemos podido salir zumbando en pos de los verdugos cuando era lo que nos pedía el cuerpo.

Con un poco más de reposo hay que agradecer a Save the Children su predisposición a abrirnos los ojos. Y al Gobierno vasco su empeño de corregir esta atrocidad. Han abierto la puerta de la Barnahus (Casa de los Niños en islandés), un modelo de atención integral donde todos los departamentos que intervienen en un caso de abuso sexual infantil se coordinan y trabajan bajo el mismo techo para atender al niño o niña víctima. Se trata de una casa, lejos de comisarías y hospitales, que cuenta con un entorno amigable para los niños: decoración adaptada a su edad y profesionales especializados en victimología infantil. Es lo mínimo que podíamos hacer. Si me preguntan por lo máximo, lo dejo a su criterio. El mío ya lo intuyen.