I usted es menor de 60 años y vivió la llegada de la vacuna de AstraZeneca a su organismo, tal vez tuviese la tentación de descorchar una botella de champán francés para celebrarlo. Espero que lo hiciese, porque en aquel pinchazo le inocularon un virus atroz: el miedo. Y con esa terrible sensación de angustia uno comete errores irreparables: escoger con la cabeza lo que son asuntos del corazón. Porque solo con ese impulso, el del tictac, tictac de la patata uno es capaz de bajarse de esa negra noria que te obliga a moverte encogido. Si es que te mueves.

Llegaron las vacunas y se celebraron como la llegada de los libertadores suramericanos a la plaza del pueblo o del ejército estadounidense a los pies de la Torre Eiffel en la Segunda Guerra Mundial. Si no nos besamos a troche y moche fue porque aún no habíamos desenfundado la jeringuilla y quedaba ridículo convertirse en el último muerto del campo de batalla. ¡Aquí está la salvación!, pensaron entre susurros o a voz en grito quien más y quien menos. Era una forma de ahuyentar los fantasmas.

"Luchad para vivir la vida, para sufrirla y para gozarla. La vida es maravillosa si no se le tiene miedo", nos dijo Charles Chaplin en uno de sus intervenciones sonoras, donde era tan grande como cuando usaba el silencio, la pantomima y el mimo para encandilarnos. Para vivir la vida se vacunaron los primeros y esperaba vacunarse el resto. Pero el miedo no es enemigo fácil de vencer. Estaba emboscado. Entre quienes sospechan del todo o quienes gastaban una frágil salud A.D.P. (Antes de la pandemia). Ahora reaparece en una dosis minúscula de la solución astrazénica porque han caído un puñado en la huida del virus, no sé si más o menos bajas que entre los que toman ibuprofeno.