L miedo es ese pequeño cuarto oscuro donde los negativos son revelados, ese rincón desde el que miramos los peligros momentos antes de que nos lleguen. Esa es la sensación que hoy impera en no pocos ni pocas compatriotas, espantados por el mal uso de las mascarillas, la aparición de los posibles rebrotes y la amenaza de un nuevo confinamiento a nada que la vida se desboque y todo se enrede entre saludos, celebraciones, abrazos y deslices; entre frágiles alambres por los que deambula el puesto de trabajo y la incertidumbre del mañana, nunca más desconocido que hoy. El miedo nos frena y nos salva y su ausencia nos equivoca no pocas veces. No en vano, se trata de una emoción que ha jugado un papel esencial en la evolución humana. Sintiéndolo, el ser humano se cubrió con los mantos de la protección y supero no pocos peligros.

También es cierto, como bien nos dijo Franklin D. Roosvelt, que a lo único que debemos temer es al miedo como tal. Es una verdad como un templo, de acuerdo. El problema es que es así si uno le aplica a cada decisión el sentido común, esa percepción que nace en el órgano más peligroso de todos cuanto tenemos: el cerebro. No en vano, tememos cuanto vemos y no nos gusta, cuanto oímos y nos espanta; cuanto nos roza y no identificamos; cuanto saboreamos y nos repugna; cuanto olfateamos y nos hace fruncir la nariz. Son alertas sensoriales que provocan la reacción inmediata. Pero el sentido común... ¡ay, el sentido común!

Admitir que uno carece de él equivale a reconocer que es medio tonto o tonto acabado. Nadie admite esa carencia del intelecto. Uno prefiere pasar por valiente redomado o por intrépido audaz que por mentecato o por cobarde, en lugar de por ser humano precavido. No hay gacela que se lance a las fauces del león en naturaleza alguna y ahí están alguno, jugando al que no me pillas. Y si le pillan a él, malo. Pero si caemos nosotros por su culpa, ni les cuento.