A bastado un rebrote para que el virus nuestro de cada día cuaje un dos paredes en el frontón de la esperanza (nada que ver con el viejo frontón, aledaño a la iglesia de San Nicolás...) y nos deje ahí, quietos y parados, como un rebaño de ovejas latxas carranzanas (esas sí que acostumbran a cruzar a tierras cántabras...) en el redil. Iba a escribirles una carta de amor al Bilbao que se fue y ahora renace aprovechando el florecer de las nuevas marquesinas de Norman Foster o la cercana apertura de la programación del Teatro Arriaga -me ahorro la confusión de Vox con el edificio del Ayuntamiento, ya suficientemente ordeñada...-, con el concierto de Joaquín Achúcarro, cuando el rebrote del virus calló la pluma. Ya no tengo ganas. El amor requiere días felices para escribirle y no es este uno de esos.

También ha pisado el freno en seco el Gobierno vasco, que aceleraba hacia la mal llamada nueva normalidad. No hay prisa, asegura ahora. No porque se hubiese precipitado sino porque aparecen baches en el camino. El ser humano camina por la vida, en ocasiones como mala costumbre, a cien kilómetros por hora, pero no huye de ningún lugar, ni va en realidad hacia ninguna parte. Es el ritmo de nuestro tiempo. ¿Para qué correr cuando has errado de camino?, se preguntaba John Ray, naturalista del siglo XVII. Parece que la pregunta sigue siendo certera.

La vida nos enseñó, con su día a día anterior a este paréntesis y a otros tantos que hubo, que ver es creer pero que sentir es estar seguro. En los últimos días hemos visto a más de uno y de una que no se sentían seguros pese a que abrían la puerta. En ocasiones les hemos tildado de cobardes o de prudentes en exceso. Ahora nos planteamos si no convendrá entornarla un punto, no sea que por ella entren el frío y el lobo. Seguimos en campo abierto aún.