S hora de encender la luz tras tanto tiempo entre tinieblas. Bien cierto es que esa mutación terrible ha cubierto el mundo con una fina película de contagios y prohibiciones que todo lo infecta, con una lluvia incesante de cadáveres y un torrente de dificultades laborales que quién sabe dónde desembocará. Pero también lo es que la alegría es una planta que nace incluso entre las piedras, un antídoto para acallar gritos y llantos. Dar la tecla de la alegría para aplicarla incluso cuando cuesta encontrar un porqué. Esa es la receta por mucho que se desvanezcan los hermosos proyectos. ¿Cuáles? La misma final de Copa que hoy iban jugar el Athletic y la Real Sociedad sobre el césped tras un día de encuentros y cánticos, de bravucones desafíos y entrañables abrazos de todo un pueblo, el vasco, que iba a medirse. Desde el Nervión al Urumea.

Será hermoso ver a los niños en la calle aunque solo puedan jugar de uno en uno. Su risa es contagiosa. Una epidemia de felicidad. Y me permito recordarles que conviene reír sin esperar a que llegue la dicha plena, no sea que nos sorprenda la muerte sin haber reído. Su bienestar, el de los más pequeños, ha de ser el primer paso, los primeros rayos, la madrugadora luz. Ya sé, ya, que hay quien sufre en carne propia. Y quien se solidariza con tanto dolor pero la vida nos ha enseñado, a base de ejemplos, que muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad. Es hora de despertar. A trancas y barrancas, a cuentagotas, como sea.

Dejemos de mirar los números negros de la muerte aunque no los olvidemos; pasemos por encima de los números rojos antes de que cumplan con su triste misión de aplastarnos. Entremos en las aulas de primero de vivir, en esos días de cuando éramos niños, en los que cada descubrimiento nos alegraba el día.