IENTRAS el mundo entero mira sobrecogido cómo se apilan los cadáveres que se amontonan a los pies de ese francotirador de tamaño microscópico pero de certera puntería, los supervivientes se plantean un dúo de preguntas trascendentales: dónde y cuándo. El tétrico retablo de los muertos de Bérgamo, en Italia, a la espera de cuál será eso que los clásicos llaman "su última morada" ha rasgado el velo de protección de la civilización contemporánea, aterrorizada por ese incierto destino. Esa ha sido la imagen de las imágenes entre miles y miles. Incluso aquellos que sentían el yugo de la opresión económica en su nuca -"¿dónde y cuándo se detendrá el carrusel de la vida laboral?", se preguntaban...- hicieron un impás. Cuando su puesto de trabajo en el aire peligraba más que nunca, la montaña de restos humanos descolocados le alivió la carga. Al fin y al cabo lo mío no es tan malo, parecían pensar, boquiabiertos.

La acumulación de desgracias ha provocado un efecto singular: se agolpan tantos pesares que quien mira y valora la escena en panorámica, más allá de un hecho puntual entre miles. Incluso en el peor momento de la epidemia, cuando al salir a trabajar los hombres se despiden de sus familias cada día, pues no podían estar seguros de volver sanos y salvos por la tarde; incluso entonces apenas se registran fugas y menos aún suicidios. Las preguntas, eso sí, siguen ahí: en pie.

Oyes hablar de la paralización económica aconsejable según los vigilantes más severos y buena parte de la sociedad se pregunta: dónde y cuándo llegará ese stop tan temible. Quién dará al botón de parada. Escuchan hablar de la amenaza de una lúgubre curva de las gráficas en ascensión y el pueblo vuelve a preguntárselo: dónde y cuándo veremos al próximo caído. Y esto que no cesa.