UGAR sin hinchada es como bailar sin música", escribió Eduardo Galeano en su célebre obra, El estadio. Es terrible la ausencia, como acabamos de comprobarlo en el último partido de la selección de Euskadi, acostumbrado a celebrarse con el alboroto de las fiestas grandes. En silencio se desvanece la magia. Y por mucho que el fútbol se haya industrializado y por más peso que tenga el negocio en la balanza, la esencia de este deporte la compone, en la misma medida que la práctica en sí misma, la afición que comparte un sentimiento de pertenencia, un espacio de reunión y una reacción ante los acontecimientos. Sin nada de eso, la imagen se distorsiona como si fuese un espejismo en medio del desierto.

Hasta ahora un campo de fútbol cerrado al público era por sanción, un estado momentáneo, un castigo que ponía en su justa medida la importancia para los jugadores del aliento desde la grada. Hoy los jugadores han vuelto y ahí les vemos, disputando el partido como si moviesen papeles en la oficina. A quien no vemos es al vecino de localidad o al amigo de la cuadrilla con el que te abrazas o lloras según lo que ocurra. Lo que no vemos es futuro para el espectáculo.