ASTA con prestar atención al murmullo de los despachos, una tierra donde el fútbol se desdibuja como en ninguno otro lado, para percibir cómo se mueve, entre las alfombras, el don de la torpeza. Mientras los futbolistas hacen guardia expectantes, sacan fuerzas de flaqueza para mantener un mínimo de forma física a contracorriente y recelan de la decisión a tomar (como es lógico no les hace gracia alguna jugar sin el cien por cien de las garantías...) escuchan las rocambolescas cábalas de quienes se hicieron dueños de este negocio. El deporte, no. El deporte sigue siendo propiedad de quienes lo practican. Pero el fútbol de hoy va más allá.

La idea que se defiende por quienes rigen el negocio es evidente: esto se resuelve por las buenas o por las bravas. Que se juegue a puerta cerrada, como si los deportistas o los integrantes necesarios -cámaras de televisión, cuerpos de seguridad, jardinería, etc...- fuesen inmunes al contagio. Como si el aficionado no fuese el bastión que sujeta el negocio (si las televisiones pagan es porque la publicidad también lo hace y porque hay aficionados al otro lado de la pantalla...), como si su papel no fuese otro que el de la resignación. Que se acabe la competición sí o sí porque hay contratos firmados y, como bien se sabe, los acuerdos estipulados tienen más valor jurídico que la buena salud, sin aval alguno en los tribunales. Que no se pierda un año de torneo -Wimbeldon o los Juegos Olímpicos, por ejemplo, no son ejemplos válidos para el sacrosanto fútbol...-, al precio que sea. ¡Qué torpeza!