El fin del bipartidismo y la instauración en España de un Gobierno de progreso daban pie a la esperanza de que las cosas, por fin, fueran a cambiar. Los años de atascamiento institucional habían dejado en suspenso decisiones trascendentales para el normal desarrollo de la vida democrática, y se abría la esperanza de que desde la izquierda pudieran solventarse esos obstáculos a la convivencia. Pero a las primeras de cambio se ha podido comprobar que el regreso a la decencia política no va a resultar nada fácil, según ha podido deducirse del encuentro entre el presidente Pedro Sánchez y el líder de la oposición, Pablo Casado. El sentido patrimonialista que la derecha tiene del poder impide que nada se mueva, ya que en su ausencia cualquier otro poder es ilegítimo y las cuestiones pendientes, por más fundamentales que sean, seguirán siendo pendientes hasta que ellos recuperen el poder. Será entonces cuando la derecha exija lealtad y compromiso. Mientras tanto, fidelidad y acuerdo quedarán en pura retórica tras el golpe de Estado que el PP perpetró en la alta magistratura española, prebenda que pretende seguir controlando bajo el lema "quieto todo el mundo", con el eco autoritario y matón de Tejero

La realidad es que se ha pasado de un bipartidismo ya deteriorado a un estado de bloqueo, de obstrucción permanente que impide el acuerdo necesario para asuntos fundamentales y para reformas estructurales pendientes. La derecha, personificada en este momento por Pablo Casado, perdió las elecciones pero actúa como si las hubiera ganado. En la reunión esta semana entre Casado y Sánchez, el líder de la derecha se ha limitado a chulear al presidente exigiéndole que vuelva a la senda constitucional, entendiendo esa senda como la trazó José María Aznar que es quien manda en el actual PP. Y quede claro que para este personal el constitucionalismo es el 155 en Catalunya, el ultraliberalismo en política económica y el hostigamiento sin cuartel al Gobierno, aunque esta estrategia asfixie la convivencia y el desarrollo equitativo y justo del país.

Era de esperar -ingenuamente- que en la reunión entre Sánchez y Casado deberían haberse desbloqueado asuntos tan trascendentales como la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, el Consejo de TVE o el Defensor del Pueblo, pero las condiciones impuestas por Casado para pactar el desbloqueo de esos órganos constitucionales suponían una enmienda a la totalidad, una sustitución del proyecto político del PSOE y Unidas Podemos por el suyo propio bautizado como "compromiso por España", esa España suya siempre invocada en exclusiva. La expectativa creada por ese encuentro Sánchez-Casado, si alguna vez la hubo, se resumió en o pasas por el aro, o quieto todo el mundo y no hay acuerdo que valga. Con toda la cara, Casado vino a decir que si gana el PP gobierna el PP, y si gana el PSOE también gobierna el PP y decide cuáles son las políticas que más convienen. Mientras tanto, todo cambio, todo progreso, quedará bloqueado.

Es evidente que Casado no ha digerido la magnitud de su derrota y se permite el desparpajo de declararse inquieto por el deterioro institucional que ellos han provocado y mantienen bloqueado, impidiendo con el chantaje un acuerdo que hacen imposible la resolución de las asignaturas pendientes que mantienen amordazadas instituciones tan claves para la convivencia democrática como la administración de Justicia.

El PP, empecinado en el inmovilismo y el bloqueo, sigue royendo el hueso del resentimiento sin darse cuenta de que esa obstinación a quien beneficia y robustece es a Vox. Y si Casado continúa en esa actitud alejará al PP de ser una alternativa de gobierno para quedarse en lo que hoy es cada día más, una mera comparsa de la ultraderecha de Abascal, una ultraderecha que aplaude con entusiasmo el ¡quieto todo el mundo! que inmortalizó su admirado prototipo, el golpista Antonio Tejero.