Cuando un virus penetra en las células del organismo infectado hace uso de la maquinaria de esas células para replicar su material genético -ADN o ARN- y producir, siguiendo las instrucciones contenidas en él, miles de copias del original. En ese proceso se pueden producir errores -mutaciones-, de manera que alguna de las nuevas réplicas de la molécula hereditaria sea ligeramente diferente de la original. Surgiría así una nueva variante genética del virus. En una fracción mínima de las ocasiones esa mutación le confiere alguna ventaja; puede, por ejemplo, favorecer su capacidad para contagiar. En ese caso, la nueva variante se expandiría con mayor celeridad, sustituyendo progresivamente a las preexistentes hasta hacerse mayoritaria. Lo normal, no obstante, es que durante un episodio epidémico coexistan, en distintas proporciones, diferentes variantes de un mismo virus.

La selección natural es uno de los dos mecanismos que impulsa la evolución de los seres capaces de reproducirse y transmitir su herencia a la siguiente generación; el otro es la deriva genética, que ahora podemos dejar de lado. En el párrafo anterior hemos visto cómo actúa la selección natural sobre una población de virus cuando surgen variantes con diferente capacidad de transmisión. Pero esa no es su única forma de actuación. En muchos casos se produce bajo la influencia de un factor ambiental que, en términos comparativos, favorece la supervivencia y proliferación de ciertas variantes genéticas frente a otras. De esa forma, los favorecidos dejan más descendencia, por lo que sus rasgos genéticos se acabarán haciendo mayoritarios en la población. A ese factor lo denominamos presión selectiva.

Antivirales y vacunas pueden actuar, en lo que a los virus se refiere, como presiones selectivas. Actúan de esa forma cuando impiden o dificultan la reproducción de ciertas variantes pero no la de otras. En ese caso, suprimirían o convertirían en minoritarias a las primeras, dejando vía libre para la proliferación de las segundas. Eso es lo que ocurre cuando una variante de un virus es resistente a la acción de un antiviral o una vacuna.

No es difícil que surjan tales resistencias. Por un lado, los antivirales suelen administrarse cuando ya se ha producido una infección y hay ya millones de partículas virales en el organismo hospedador. En tales circunstancias hay millones de virus que, potencialmente, pueden mutar y devenir resistentes al fármaco. Y por otro lado, el efecto de un antiviral (como el de un antibiótico en las bacterias) suele basarse en la acción sobre un único proceso celular, y la probabilidad de que surja una variante genética resistente a tal acción no es muy baja.

Con las vacunas, afortunadamente, las cosas son algo diferentes. Por un lado, porque se administran antes de que se produzca una infección, de manera que las defensas que generan pueden actuar antes de que el patógeno prolifere en el organismo, evitando así que al multiplicarse surjan millones de potenciales variantes resistentes. Y por el otro, porque la vacuna induce la producción de todo un arsenal de anticuerpos que actúan contra diferentes dianas -denominadas epítopos- en los patógenos. La probabilidad de que, por mutación, surjan variantes genéticas que modifiquen todos los epítopos y, de esa forma, eviten la acción de los anticuerpos es muy baja, aunque no es nula.

De lo anterior se deriva que es importante dar pocas opciones a un patógeno, evitando su transmisión, para que prolifere. No solo se evita así que mucha gente enferme, sino que, además, al limitar su proliferación, se minimiza la probabilidad de que surjan variantes que puedan ser más fácilmente transmisibles o que generen resistencias a las vacunas.