Vuelve el problema de cómo evitar que los precios nos hagan más pobres sin que las medidas para conseguirlo nos metan en una espiral alcista de salarios y, a su vez, de precios. Los economistas de fin de semana vemos trozos de esa ecuación pero no la ecuación entera. Me explico. Hay un dogma que dice que, a salarios más altos, precios más elevados. Y viceversa, por cierto, porque el IPC es la referencia clave para fijar la soldada de trabajadores y pensionistas. Así que, con los precios disparados -y en función del activismo ideológico de cada cual- pugnan los que piden subidas de sueldos y los que piden apretarse el cinturón. ¡Qué razón tienen los dos!

Sin poder adquisitivo no hay calidad de vida ni consumo; sin incremento de valor en lo que producimos -sea por coste o por productividad- los sueldos irían a costa de la inversión y el beneficio. Con esas dos premisas, ciertas ambas, se activa la ideología. Afirma un político vasco que los sueldos deben subir para que los directivos no sigan cobrando bonus millonarios a costa de los trabajadores. Aplaudo hasta que repaso la realidad del tejido económico vasco, sus pymes y autónomos y no aparecen esos bonus millonarios pero sí los salarios más elevados del Estado. Recelo. Y me topo con el discurso contrario: los sueldos deben contenerse para reducir la inflación sin poner en peligro a las empresas. ¡Qué razonable! Pero en el súper no veo a nadie comprando Maseratis y sí a quien se priva de alimentos que no son un lujo.

Y recuerdo los meses de inflación negativa por razones ajenas a los sueldos y que, ahora, la escalada de precios no llega por más demanda o una mayor capacidad de gasto. Y, pese a mi conocimiento económico miope de domingo, sospecho que la ecuación es más grande; que habría que incidir en otra parte y restaurar el equilibrio sin vaciar el bolsillo ni arriesgar nuestro tejido productivo, que es el que paga el puñetero sueldo.