L primer fin de semana de los Juegos Olímpicos de Tokio no ha sido como yo recordaba este evento. Para empezar, el año de retraso es indicativo de la anomalía. El colorido, la explosión de sonido en la publicidad que rodea a las retransmisiones deportivas no ha sido capaz de acallar el atronador silencio de las propias competiciones. Ya estábamos acostumbrados a que el sonido fuera diferente en las retransmisiones futbolísticas o de baloncesto, pero admito que me ha impresionado más la versión de ese silencio pandémico, de esa ausencia de público, en otras competiciones deportivas. Tokio rondaba la última semana una media de más de 1.500 casos de covid-19 al día. Más o menos como Euskadi. La amenaza de suspensión de los Juegos sigue latente incluso después de comenzados -aunque, entre ustedes y yo, ya se están ejecutando demasiados contratos para que eso sea posible- porque la burbuja olímpica que pretende proteger a los deportistas se ha ido resquebrajando. El marketing ha intentado que fueran los Juegos de la nueva ilusión; la recuperación de los espacios compartidos a través del deporte pero esa burbuja también se ha deshinchado. No creo que sea ser derrotista admitir que ahora mismo son emblema de las cosas que han cambiado para quedarse mucho tiempo. Experimentar esta nueva realidad no es una cuestión de convicción ni militancia. El silencio olímpico tiene más que ver con las renuncias que tenemos que hacer para seguir adelante sin dejar de ser la especie con mayor capacidad de adaptación al entorno. Además de los virus, claro. Convivir con ellos nunca ha sido más real. Son rivales impenitentes, incansables, disciplinados y capaces de modificarse para ser más eficaces en su supervivencia a costa de la nuestra. La gran ovación por su futura derrota pasa por los silencios en los que estemos dispuestos a participar ahora.