En los primeros años de la renacida democracia, ir a votar era un rito casi reverencial. Una ceremonia comunitaria, en la que pocos sabían exactamente cómo era esa peregrinación hasta introducir la papeleta en la urna -y ni te cuento cuando había más de una elección a la vez, con sus urnas de colores-. Había una sensación de gran responsabilidad, de participación en algo grande, de trascendencia. Ahora el rito, mayoritariamente, es distinto, casi rutinario, sin liturgia. Como casi todo, vaya, salvo una final de Copa o una gabarra. Lo que no cambia es la importancia de cada voto. De todos y cada uno.