No sabemos el oxígeno que les quedó antes de morir a las mujeres, niñas y niños que iban encerrados en la bodega del barco que se hundió la semana pasada frente a las costas de Grecia. No lo sabemos porque su rescate, desaparecidos a más de cuatro mil metros de profundidad, nunca fue una opción. Ningún país fletó un barco para detectar ruidos que mantuvieran la esperanza de poder ser recuperado. Ningún helicóptero sobrevoló la zona para que la humanidad estuviera informada al minuto de que el milagro de verlos en la superficie pudiera llegar. Ningún submarino u otro sumergible bajó a ver qué pasaba. Nada. Si las quinientas personas que viajaban en el barco pesquero reconvertido en embarcación de tráfico de personas tuvieron una oportunidad de salvarse con ayuda internacional jamás lo sabremos. Sus familias vivirán para siempre con esa duda, con ese dolor, que ayudará a perpetuar la miseria de una vida condenada a la pobreza en un mundo que, tristemente, les ha enseñado esta misma semana por quiénes se fletan barcos y se agota hasta la última posibilidad de rescate. Compartirán con la tragedia del Titán (que también lo es) que sus seres queridos yacen a los mismos cuatro mil metros de profundidad. Incluso, en dos casos, el origen de alguno de los fallecidos, Pakistan. Hasta ahí. En lo demás, les separa el mismo mar que engulló sus esperanzas, en el barco pirata la de una vida mejor. En el batiscafo, la de encontrar los restos de Titanic. En el dinero pagado para el primero de los viajes, alrededor de mil euros; 250.000 por persona en el segundo. En la respuesta internacional, prácticamente nula en la tragedia del Jónico; por tierra, mar y aire en la del océano Atlántico. Y en el propio seguimiento mediático, con un minuto y resultado insostenible en televisiones, prensa, radio e internet bochornoso sobre el destino de los millonarios y a otra cosa mariposa un día después de los más pobres. El oxígeno es esencial para la vida. Qué test tan cruel para comprobar cuáles son las que importan y cuáles no.