así de clarito se lo digo, sufridos lectores: mejor ser equidistante que julandrón de playa. Quiero decir que entre las cosas horrendas que se pueden ser en esta vida, no me parece que sea especialmente censurable intentar no pensar ni juzgar a piñón fijo. Intentar no es lograr, ojo, que el error nos acecha a la vuelta de cada esquina o, en mi caso, de cada punto y seguido. Pero puestos a meter la pata, prefiero hacerlo siguiendo mi camino antes que yendo con el rebaño por una cañada tras el cayado del pastor. Si hay que despeñarse, que nos quede el consuelo de haberlo hecho en el uso de la libertad individual y no por haberse dejado enrolar en el pelotón de cualquier flautista de Hamelín.
¿Por qué tiene tan pésima fama la equidistancia? La pregunta previa es si tal cosa existe y la respuesta es que no, que es una construcción mental hecha desde los extremos, que además de ser extremos, están adheridos al suelo con pegamento de roca. Cualquier cosa que se mueva entre ellos y sea capaz de variar su posición es automáticamente sospechosa de conducta inapropiada. Lo divertido es que quienes no quieren casarse con nadie acaban siendo tildados de promiscuos calienta-ingles. Desde el despecho, faltaría más. No deja de ser curioso que lo que une a los enemigos irreconciliables sea su aversión a los que no toman partido por inercia.
Si por decir que asesinar a Isaías Carrasco o a Santi Brouard son muestras de la misma ignominia, soy equidistante, y aunque en los labios que me lo reprochan lo sea a modo de insulto, lo acepto sin rechistar. Me parece más llevadero y, desde luego, más presentable que atornillarme las anteojeras para justificar o incluso glorificar a los autores de un crimen y deplorar a los que cometieron el otro. Otra cosa es que al mismo tiempo me sienta también imbécil teniendo que explicar a cada rato y por quintuplicado un principio tan simple y fácilmente comprensible.