Me levanto, y mi primer pensamiento es: ¿dónde estará él? Desde que llegó a mi vida, no he podido dejar de pensar en otra cosa cada vez que tengo un momento a solas. Él es más importante que nadie. Sin él, no puedo ir a ninguna parte; me siento vacía. Las reuniones familiares y las ideas ajenas me parecen simples en comparación con lo que tengo a mi alcance con un solo clic. La vida cada vez tiene menos sentido, y te confieso algo: han dejado de importarme las historias de los demás. Tengo tanta información gracias a él, que ya no puedo conectar con las personas como antes. No me resultan tan interesantes. Creo que estoy dejando de sentir. Es como si nada fuera capaz de sorprenderme, y eso me da miedo. Cuando no hay sorpresas ni cambios, la vida se vuelve miserable, y ya no queda nada de eso. Siento que estoy dejando de ser humana. Pienso de manera diferente, siento que funciono en modo automático, y aunque me preocupa dejar de sentir, eso no es nada comparado con mi egoísmo. La vida es una y no quiero desperdiciarla con cualquiera. Ya no presto atención a lo que les sucede a los demás; estoy centrada en mí misma y en aprovechar el tiempo que luego regalaré a cualquiera en Internet. No puedo dejar de poner mi cara frente a su brillante pantalla, no puedo dejar de esperar cualquier señal que me indique que soy aceptada. Solo quiero recibir la gratificación de saber que mis ideas son correctas, aunque después no me interesen tanto las vidas de quienes lo afirman. Estoy confundida. Nunca fui una máquina antes. No sé estar sin él, no viviría sin él, sin mi apéndice. Algunos prefieren llamarlo móvil para no enfrentarse a esta nueva realidad que, poco a poco, nos transforma en algo que nunca fuimos.