Querían poner al niño César. Pero el padre se apellidaba Piedra y la madre Rocafort, así que habría resultado una combinación demasiado contundente, casi marmórea. Además, era poca cosa; apenas kilo y medio al nacer, nada que ver con el padre; con lo que, finalmente, y a escasos pasos de la pila donde atendía un cura desesperado como si tuviese cita con el Papa para el vermú, y tras tres descartes, se decidieron por Benjamín. Era una manera de equilibrar pretensiones y hechos. El nombre no fue acertado, en todo caso, porque Benjamín se ha de reservar siempre para el final, por si hay más vástagos. Y la madre, al poco, tuvo otro, y luego otro, otro más y un cuarto, todos de escaso gramaje. Y la gente comenzó a murmurar, y el padre a tentarse la testa en busca de durezas y a mirarla de reojo. Benjamín tuvo infancia intensa, desayunó escarnios sin panceta e hizo carrera literal, y todo fue a más cuando se le puso voz de pito y descubrió los pantalones con floripondios. Con el tiempo, se operó, triunfó como atleta a base de tanto practicar, se cambió el nombre por Ben Jazmín, (que suena muchísimo a olímpico israelí), y nunca le faltó foco. Ante los rumores del populacho, que ya eran clamor, el padre tuvo a bien reconocer públicamente la fortaleza del hijo que no pudo ser y su derroche de determinación. No le dio más importancia al calado del sombrero y comenzó a mirar de frente a su mujer. Ben Jazmín cuidó de sus cuatro hermanos, que no tuvieron que correr jamás, y se hizo tan famosa que, en una ocasión, hizo desesperar al Papa, que la citó para un vermú.