De los tiempos difíciles suelen venir los grandes aprendizajes para la vida. Y, precisamente, estamos transitando por una época incierta en la que bastantes cosas que creíamos seguras ya no lo son tanto. La pandemia ha irrumpido en una sociedad en la que el sentido de la frustración se ha ido devaluando porque se le relaciona con el fracaso. Y, por sistema, no tiene que ser así. En estos momentos en los que la vulnerabilidad aflora hay que empezar a reivindicar desde la infancia la experiencia de la frustración como una vivencia que nos aporta una buena dosis de aprendizaje, de fortaleza y de humildad. Los progenitores tal vez estemos privando a nuestros hijos e hijas de la capacidad de poder frustrarse. Y de esta manera se generan conductas caprichosas, egoístas, insolidarias y, en el peor de los casos, tiranas. Demasiados seres humanos adultos insatisfechos por no saber honrar la frustración llenándola de sentido. En los casi dos últimos años de pandemia hemos tomado la rutina de usar mascarilla, higienizar nuestras manos para protegernos de un virus... Y tomar la temperatura a nuestras emociones, en especial al miedo, a la tristeza, al dolor, a la pena y a la frustración para evitar que se eleve la fiebre de la angustia.