La mirada es el pozo del alma, de ahí extrae el color, el calor, la niebla y el brillo. Después de interiorizar el hierro, la música, el dolor y el musgo, lo convierte en luz y sombras y da paso a las estaciones del alma: amor, odio, indiferencia y capricho. Cada brizna de vida, la mirada la reviste de su luz correspondiente y viste la realidad de enfrente de su manto y su luz correspondiente, de su daga o de su flor frágil como su pupila y luminosa como la luz que la envuelve. Es como la savia en el árbol y como la música en el aire. La respuesta esta vez no está en el viento, sino en la frescura o calentura del fondo del pozo, del alma. Por eso la mirada de los ancianos es profunda como la mar, como los surcos de sus arrugas. Las gafas modernas privan de intimidad a la mirada y la hacen más dispersa en aras de la estética del rostro. Y no digamos las de sol. Que privan de luz propia al mirar a los ojos. Son como el escondite de la verdad, el parapeto. Los perros, que no llevan gafas, miran con toda el alma, como si en ello les fuera la ida. Mírame así, compañera, compañero.