Hogaño nuestro Congreso de los Diputados está sobrado de hojarasca, mientras el populacho estamos deseando ver cómo empieza a crecer la hierba de una puñetera vez. El sentido común que destila el hemiciclo se da en dosis tan diminutas que ni siquiera el ritual de solemne hechura de la Cámara, la cobertura mediática ad hoc, ni siquiera el paternalismo solícito y constante hacia los excluidos del sistema que muestran sus señorías, consiguen anular nuestra predisposición a colgarles el sambenito a todas ellas, a todos ellos. Los portavoces, esas personas en las que se visualizan los distintos partidos políticos, nos acaban pareciendo unos pelotaris faltos de saque. Hay una o dos excepciones. Aitor Esteban va creciendo en su oratoria jornada tras jornada, y podemos decir que hasta las salva de ser fallidas por completo. Sus imágenes tan vivas, sus ejemplos tan próximos, sus sugerencias tan precisas en los detalles, sus reprimendas tan llenas de bondad. Confieso que consigue impresionarme cuando a través de su claridad y su expresividad veo aparecer en instantes muy concretos, en medio de ese ambiente nebuloso y hasta lúgubre, la jocosidad, la alegría y el genio de un La Fontaine.