El nido es tan cálido como la cuenca de las manos. Muchos de los que somos de pueblo hemos experimentado la maravilla de ver los huevos y ver nacer los pájaros en los nidos de los árboles que hemos trepado para contemplar la maravilla del universo: un nido. Con las pantorrillas arañadas por el árbol, contábamos a todo el mundo lo que habíamos visto, pero a nadie desvelábamos el lugar: era secreto. El nido gigantesco de las cigüeñas de la torre y los de barro de las golondrinas lo conocían todos, pero los de gorrión, abubilla o abejaruco, no. Más tarde hemos descubierto más nidos. Los teatros de los griegos y romanos eran nidos de la palabra, nidos de la inteligencia, libertad y discusión, aunque algunos los convirtieron en nidos de culebras, como el gran Coliseo de Roma, donde se mataban hombres y devoraban cristianos para refocile del pueblo. Los hospitales son los grandes nidos de la humanidad, donde luchan por la vida en los partos y contra el dolor una serie de profesionales a los que hay que rendir pleitesía, en lugar de a malandrines que se pudrirán de viejos en la exquisita mierda de la gloria; todos esos que mandan reventar hospitales, niños, mujeres y ancianos dentro con bombas a distancia, con aviones y tanques que nos cuestan una fortuna, auténticos nidos de culebras todos ellos enviados por esos viejos y no tan viejos de corazón podrido. Para cualquier pájaro su nido es bonito “Edosein txoriri eder bere habia.” Incluidas las culebras.