HAY que proteger el castellano. Es maleable, está sometido a la presión de los extranjerismos y los tecnicismos y presionado por la colonización de otras lenguas, como el inglés y el crecimiento de otras con las que convive, como el euskera, el catalán o el gallego. Así se convoca una cruzada en defensa de una lengua que es nativa para unos 500 millones de personas y que hablan o aprenden 100 millones más.

Su víctima favorita es el euskera, que no comparte raíces y está estigmatizada. El euskera es sospechoso porque no es español. De hecho, ninguna lengua más que el castellano es española. Por eso el castellano es una obligación en la legislación constitucional y sobre esa obligación se construye el imaginario que impone activamente mientras cualquier otra lengua que se hable en el Estado es apenas un derecho pasivo, consentido pero limitado.

Así, un europarlamentario español puede hablar en castellano en Estrasburgo sin que le pongan freno al tiempo que dedica a ello, mientras un diputado en el Congreso depende de la ”tolerancia” del presidente de turno para hacerlo en euskera, catalán o gallego.

Eso convierte al castellano en una lengua politizada y debilitada por los vaivenes de su utilización político-judicial mientras pierden de vista que muchas decisiones de sus protectores acaban debilitando su función: facilitar una comunicación clara.

Ahí está el pronombre demostrativo “solo” y el adverbio “solo”, que la RAE decidió dejar sin tilde diferenciadora confiando en que “las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio contexto comunicativo”. De modo que uno puede hablar euskera solo, pero no hablar solo euskera porque, comunicarse en euskera, solo es un derecho, pero comunicarse en euskera solo no lo es. Y ya establecerá el TC el “contexto” para evitar dudas.