Empieza casi siempre sin que te des cuenta. En ese milisegundo en que tus dedos, buscando las llaves en el bolso, rozan un ticket de la compra, un pañuelo de papel, la funda fría de las gafas. Es el instante preciso en que, de pie frente al portal de tu casa, aguzas el oído no por un peligro real, sino por uno posible. Es un acto reflejo, la liturgia de la mujer que llega sola a casa. No hay nadie, pero tu cuerpo ya ha ensayado la defensa. Es una obra de teatro representada para un público fantasma. Y en el suspiro de alivio al girar por fin la llave, se concentra toda una historia.
Esa historia se escribe cada día en capítulos minúsculos. Se escribe en la mesa de una terraza, cuando estás contando algo que te importa y la voz de un hombre te pasa por encima, como un tren de mercancías, y tú te quedas con la palabra a medio pronunciar en la boca. La palabra se enfría, se vuelve inservible. Y en ese instante calculas: ¿la rescato, interrumpiendo a mi vez, pareciendo agresiva, o la dejo morir? Decides casi siempre dejarla morir. Y te sonríes, porque la procesión, como te enseñó tu madre, se lleva por dentro.
Se escribe en la forma de vestir. En esa pregunta que te haces frente al espejo: ¿este escote es demasiado, esta falda muy corta para volver sola a las diez? No es una cuestión de pudor, es un cálculo de riesgos, un análisis de estrategia. Te conviertes en la urbanista de tu propio miedo, trazando rutas seguras, descartando callejones, midiendo la distancia entre una farola y la siguiente. Te comunicas con el móvil como si fuera un amuleto, envías ese mensaje –“en casa”– que es el punto y final de una jornada de alerta silenciosa.
Esto es lo que sabemos, pero no nombramos. Es una sabiduría corporal, una elocuencia de la piel. Y es en ese lenguaje secreto donde nos reconocemos. El verdadero feminismo, el que se practica a diario, vive ahí. Vive en la mirada que cruzas con una compañera de trabajo en una reunión, justo después de que te hayan robado una idea. Esa mirada no necesita subtítulos. Vive en la amiga que, sin que se lo pidas, se cambia de sitio en el bar para dejarte a ti contra la pared, protegida. Son gestos que no figuran en ningún manual, pero que componen la red que nos impide caer.
Nuestras abuelas no hablaban de sororidad, pero la practicaban cuando subían a casa de la vecina con la excusa del azúcar, solo para comprobar si los gritos del día anterior habían dejado marcas. Ellas nos legaron esta coreografía de la supervivencia. Nosotras le hemos añadido pasos nuevos, hemos adaptado el baile a una música distinta, pero la melodía de fondo sigue siendo la misma: la de cuidarnos cuando el mundo no nos cuida. Y no te ciegue el exceso de luz, lector/ra, no es victimismo, ni mucho menos: es la verdad. Una verdad que clama a estructural y complicada, también debido a los tiempos de dictaduras y sesgos machistas durante muchos años.
Por eso, hay que atreverse a mirar de frente lo que significa besar cada esencia. No es un acto de celebración, es un acto de testimonio. Esa capacidad para calcular el riesgo en el largo de una falda no es pericia, es el síntoma de un grave problema. La verdadera tragedia, el problema que se nos adhiere a la piel, es que nos hemos visto obligadas a encontrar belleza en nuestras propias defensas, a convertir nuestras alarmas en un lenguaje, a llamar sabiduría a lo que en realidad es la cartografía de nuestras heridas.
Besar la palabra que se te murió en la boca es maldecir al que la mató. Besar la maestría con la que esquivas un cuerpo en un pasillo estrecho es denunciar la invasión. No amamos la jaula. Lo que hemos aprendido a hacer con una destreza que sobrecoge, es a tejer con los alambres de espino. Y a veces, de esos alambres, brota una flor extraña, resistente, de una belleza terrible.
Esta comunión no consiste en aprender a vivir a pesar del ruido y la interrupción. Consiste en aprender a escuchar lo que hay debajo del ruido, en descifrar el mensaje que se esconde en el silencio que deja la palabra interrumpida.
La belleza, por tanto, no puede estar en la destreza de las funambulistas. Eso sería una estafa, una cruel romantización de nuestra condena. Lo radicalmente humano, lo poético y terrible, reside en el gesto mismo de sostenerse sobre el alambre. Es el acto de crear, entre dos cuerpos que tiemblan, un centro de gravedad nuevo, un minúsculo territorio de realidad compartida. Es mirarse y, sin necesidad de palabras, saber que la única verdad que importa no es el miedo al vacío, sino la presencia sólida del brazo que te sujeta, la certeza de que tu caída sería la suya. Es la construcción de un “nosotras” tan tangible como la piedra, en medio de un mundo que se empeña en convencernos de que la violencia machista y la estructura general es una equivocación, un sueño que nos han inoculado. Bien, sigamos soñando. l
@NoraTramell