El pasado 7 de diciembre tuvo lugar la reinauguración de la catedral de Notre Dame después de los cinco años de obras que han sido necesarios para reparar los destrozos causados por el gran incendio del 15 de abril de 2019. En esa ceremonia que transcurrió bajo la lluvia, autoridades políticas nacionales e internacionales así como personalidades de otros ámbitos, invitadas por el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, se congregaron junto a la gran iglesia gótica, uno de los símbolos de la ciudad, para celebrar el evento.

Uno de los momentos más destacados fue el acto por el cual el arzobispo de París, Laurent Ulrich, abrió las puertas del templo golpeándolas con un báculo hecho con madera rescatada del incendio. Más tarde, una representación de los policías y de los bomberos que intervinieron en la extinción del fuego desfiló por el interior, recibió un homenaje merecido entre aplausos de los asistentes. Por último, se ofició una eucaristía amenizada con el sonido de las campanas y del órgano, también restaurado.

Más allá de las connotaciones políticas que puedan extraerse de esa celebración en relación con la fecha elegida o con la lista de presentes y de ausentes; al margen de la intención que hubiera detrás de ciertas decisiones, no cabe duda de que uno de sus aspectos relevantes fue la ritualidad, la solemnidad que los anfitriones quisieron otorgar a la ocasión, la atmósfera ceremonial que se respiró durante esas horas frías de otoño en París. Por mucho que se atribuya a los franceses un orgullo excesivo, un exceso de arrogancia siempre que se trata de hablar de lo propio, un patriotismo algo trasnochado, la emoción de sus representantes ese día de diciembre en Notre Dame trascendió la de otros actos protocolarios o institucionales, resultó veraz.

Sí, bastaba con observar a Macron mientras Ulrich golpeaba las puertas del templo con el báculo para darse cuenta de que estaba conmovido, para advertir que en ese instante no le importaba la lluvia, ni el frío, ni la crisis parlamentaria de esos días, ni el protagonismo que Trump pudiese estar robándole entre los convidados. En ese instante, el presidente se sentía tan embelesado por la acción simbólica del arzobispo, que habría renunciado de buena gana a su cargo con tal de poder ser él, a cambio de poder estar en su lugar.

El hombre ritual

Somos criaturas rituales. A menudo, la solemnidad que precede o acompaña a un encuentro, a una celebración, esto es, su envoltorio, nos importa y nos atrae más que el contenido. Despierta en nosotros mayor emoción el rito asociado a una boda, a un bautizo, a un funeral, a la inauguración de una obra pública, a un nombramiento oficial o a la entrega de una condecoración, que el propio asunto en sí, que la esencia del asunto. La marcha nupcial, el cirio encendido, el salmo leído, la cinta cortada, el trofeo entregado o el birrete colocado en la cabeza de la persona distinguida nos bastan para hallar sentido a una reunión, nos colman sin necesidad de más significados, son el verdadero significado.

Estos días, en nuestro entorno cultural, muchas personas montan un belén en el recibidor, colocan un abeto decorado e iluminado en el salón, reparten espumillón por toda la casa, cuelgan una rama de acebo en la puerta o ponen villancicos como música de fondo. También entre nosotros, en ciudades y pueblos de nuestro ámbito geográfico, unos hombres se visten de carbonero viejo y bajan del monte trayendo consigo regalos para los niños del lugar.

En todos estos ejemplos, el rito se ha fusionado hasta tal punto con el motivo, lo ha absorbido de tal manera, que mientras el primero se mantiene mejorado y enriquecido en detalles, adaptado al espacio y a sus condiciones, el segundo se aleja de algún modo en la niebla del tiempo, ha quedado confuso en la memoria de los individuos, ha perdido, en definitiva, la relevancia que pudo tener en algún momento.

Si hace varias décadas Marshall McLuhan afirmó que “el medio es el mensaje”, ahora podríamos parafrasearle diciendo: el rito es la celebración, la solemnidad es el evento. Claro, porque también aquí ocurre que se crea una “relación simbiótica” a través de la cual el rito influye en cómo se percibe el acto, determina completamente el encuentro.

Cada año, siempre que llega la Navidad, hay quienes critican el comportamiento general de la población reprochándole, en un intento añadido de generar sentimiento de culpa, una supuesta pérdida de espiritualidad, un presunto vaciamiento de sentido, un exceso de banalidad o una falta de trascendencia más allá de todas las celebraciones públicas y privadas asociadas a aquella. Es un error enorme. Y es que, así como en determinadas circunstancias, en ciertos estados anímicos, la acción de comprar ropa nos aporta más beneficios, nos alegra y nos relaja mucho más que la ocasión en que la vestimos, y, por tanto, queda plenamente justificada, aquí sucede algo parecido. Aquí ocurre que todas esas ceremonias navideñas mencionadas se bastan a sí mismas, tienen un sentido por sí mismas, adquieren dimensión y entidad propias sin necesidad de que las relacionemos con nada por encima de ellas, con un valor más elevado. No, nadie debería sentir ningún cargo de conciencia por pensar solo en el ritual, por quedarse en él, por entregarse por entero a él. Porque esa solemnidad sin atributos, amnésica y disociada de cualquier posible correspondencia semántica, también consigue detener el tiempo, hacer de nosotros mejores personas y dar a nuestra vida la magnífica intensidad de lo superficial.

Escritor