Tenemos una pésima memoria. Que todas las fechorías de Trump a lo largo de estos años hayan caído en el olvido de 75,5 millones de votantes es muy mala señal. Debe de ser cosa de los tiempos. Más cerca de nosotros: los que abandonaron a su suerte a miles de ancianos en las residencias de la comunidad madrileña en tiempos del covid, los que mintieron sobre la autoría del 11-M o minimizaron la crisis del Prestige y, más recientemente, no han hecho frente a sus responsabilidades en la dana, siguen ahí dando lecciones de cinismo y priorizando la mentira y los bulos. Nuestra desmemoria permite que hechos muy graves se repitan una y otra vez.
El sustantivo desasosiego no alcanza a cubrir la rabia y la impotencia que siento por el hecho de que un tramposo golpista haya alcanzado la presidencia de los Estados Unidos. Su arrollador torrente de mentiras se ha llevado por delante la esperanza de una sociedad más justa. La irracionalidad y el olvido de tiempos, frescos aún en nuestra retina, se han impuesto.
Trump pasará de quebrantar las leyes a crearlas. Tras las elecciones gozará de un poder absoluto con el control del Congreso y del Senado, ambos en manos de su partido. El mundo no será un lugar mejor y el futuro se presenta inquietante. Su propio país está peligrosamente dividido. Por otra parte, la confrontación con China en el terreno económico parece asegurada, y solo nos queda esperar a que se quede exclusivamente en ese plano.
Hace ya un tiempo vi una imagen que, entonces me pareció inusual, en el informativo de un canal televisivo estadounidense. Se trataba de una mujer en la cincuentena de años y que de rodillas y con grandes aspavientos agradecía a Dios la presencia de Donald Trump en la tierra. La mujer, a simple vista, parecía estar en sus cabales, sin que su devoción por el político, la hubiera privado de razón, o no al menos totalmente. Entrevistada por los periodistas la mujer no tuvo empacho en calificar al mandatario como un enviado del Señor.
Me preguntaba entonces y me sigo preguntando ahora cómo es posible tanto extravío. Quizás sea la misma ceguera que lleva a millones de latinos a votar por un hombre que ha prometido la repatriación de millones de sus compatriotas o a las víctimas de los terribles huracanes que asolan Florida a elegir masivamente a un candidato que rechaza con ignorante y obstinada contundencia el cambio climático.
Hay quien dice que el voto al recién elegido es consecuencia de la exclusión social, económica y política de una buena parte de la sociedad durante décadas. No niego la base de esta reflexión, pero me cuesta creer que él sea una figura antisistema. No, Donald Trump no es más que un multimillonario resentido y narcisista que sabe interpretar los sentimientos de exclusión de los sectores más alejados del establishment del país y los utiliza en su propio provecho.
Desde principios del pasado siglo Estados Unidos ha desplegado la hegemonía económica y militar del mundo. Las ventajas fueron asumidas como eternas por su población que percibe ahora un contexto menos favorable a sus intereses. La geopolítica, la inflación de estos últimos años, la competencia de países como China y las crisis climáticas han dibujado un entorno socio-económico diferente en estas últimas décadas. En el país se respira desigualdad, inseguridad y mucha frustración. Todo ello ha despertado el racismo, clasismo y ultranacionalismo que ya anidaban en la sociedad.
La preferencia de Trump por un equipo de fieles seguidores de su persona, pero con poca experiencia política no parece augurar nada bueno. Que Elon Musk, el hombre más rico del mundo y adalid del “darwinismo social” se monte en el caballo ganador no parece descabellado, pero pensar que este lugarteniente de Trump es Robin Hood es de una estupidez asombrosa. El multimillonario estará en el gobierno para asegurar los inmensos privilegios de los ricos como él. Suma y sigue.
El futuro equipo del próximo presidente de Estados Unidos parece sacado del “museo de los horrores”. Entre ellos cabe contabilizar a un fiscal general acusado de abuso de menores; un negacionista de las vacunas, Robert F. Kennedy Jr, como secretario de Salud y un alto ejecutivo petrolero para Energía.
Todos ellos tienen que ser aprobados por el Senado, donde los republicanos tienen mayoría. El currículum de algunos de ellos puede resultar indigesto a los propios senadores. Tan indigesto que el nuevo presidente pretende aplicar de forma generalizada la figura del nombramiento “en receso” (periodo sin sesiones del Senado) para que no tengan que pasar por esta institución. Estos nombramientos “en receso” es un ardid legal que ya han sido utilizado antes por los demócratas, pero nunca en puestos de tan elevada responsabilidad.
Trump está eufórico tras su victoria, y es previsible que se tome a mal cualquier varapalo a sus “candidatos estrella”. Convertido en un vendaval, el trumpismo quiere impedir que las diferentes comisiones del Congreso examinen el historial de sus candidatos, que hasta ahora ha formado parte de los controles políticos del sistema estadounidense.
Todavía es pronto para pronosticar disensiones en el Partido Republicano, pero la política y las maneras abruptas del recién electo auguran numerosos enfrentamientos dentro del propio partido. No plegarse a las exigencias de Donald Trump puede suponer la defenestración política de aquellos que le hagan frente. Sucedió en su anterior mandato. El ahora triunfante Partido Republicano no tendrá un camino fácil con el nuevo presidente.
Una cosa queda clara: nadie debe sentirse engañado por la segunda llegada del presidente a la Casa Blanca. Los padres de la Grecia clásica ya nos lo advirtieron: si te engañan una vez es culpa del que te engaña; si te engañan dos la culpa es tuya. Trump lo seguirá intentando, está en su ADN.
Periodista