Esta primavera tan política, en esta sucesión infinita de procesos electorales, ha surgido por lo menos una pequeña novedad, algo diferente que nos alivia un poco del tedio habitual asociado a campañas y comicios. Me refiero a las cartas, a todas esas cartas redactadas y enviadas por algunos responsables políticos, transcritas más tarde en distintos periódicos.
La primera de esta serie corrió a cargo de Pedro Sánchez, fue aquella misiva con la que anunciaba su retiro de cinco días de la esfera pública, ese largo mensaje en el que comunicaba a la ciudadanía su intención de reflexionar antes de decidir si continuaba o no al frente del Gobierno. El motivo de ese acto inesperado era, según el propio remitente, el daño que estaban sufriendo él y su familia como consecuencia de las acusaciones sin fundamento vertidas contra su mujer. En esas líneas, Sánchez se reconocía afectado personalmente por los ataques, consideraba que se habían rebasado ciertos límites de la ética y el decoro, y se arrogaba el derecho a un breve periodo de excedencia en el ejercicio de su cargo.
La segunda carta dentro de este fenómeno de arrebato epistolar fue la que María Chivite, presidenta de Nafarroa, dirigió unas semanas después a Cristina Ibarrola, presidenta de UPN. En su escrito, Chivite pedía a su colega “bajar el tono”, evitar el fango en que chapotea la política nacional en estos tiempos, sin que ello suponga renunciar a las propias ideas, sin menoscabar en ningún caso la diversidad ideológica. Asimismo, animaba a la líder regionalista a “trabajar conjuntamente” y a “mejorar el diálogo” entre partidos, entre Gobierno y oposición.
La tercera carta de este muestrario vuelve a firmarla Pedro Sánchez. Los destinatarios somos de nuevo todos nosotros, los españoles, pero el motivo y el contenido varían respecto de aquella primera epístola de abril. Ahora Sánchez expresa su extrañeza ante la citación judicial de su mujer como investigada pocos días antes de las elecciones al Parlamento Europeo, recuerda que algo así ha sido tabú hasta hoy, y atribuye la ruptura de esa regla no escrita a un “zafio montaje impulsado por las asociaciones ultraderechistas demandantes” en la causa contra Begoña Gómez.
Más allá de lo que haya impelido a sus autores a recurrir a ellas, parece claro que las cartas han regresado a los buzones, vuelven a importar en nuestras vidas. Algo ha hecho que esta primavera no florezcan solo los cerezos y los ciruelos, miles de árboles y arbustos de nuestros parques y de nuestros bosques, sino también el género epistolar. Después de años de tuits y whatsapps de pocas palabras, de frases, consignas y sentencias aisladas que nos dejaban con frecuencia sumidos en una mezcla de confusión y ansiedad, el formato de la carta de varias páginas ha encontrado un sitio en plena era del ChatGPT, se ha impuesto otra vez como artefacto comunicador.
Sí, hay algo peculiar en esta modalidad de escritura. Me refiero a un conjunto de rasgos distintos a los de otros géneros. Desde el momento en que se elige a un destinatario y se encabeza la carta con su nombre, se produce un cambio en el tono de quien escribe. La circunstancia de que haya otra persona al otro lado, un tú que al cabo de unas horas, unos días o unas semanas recibirá esas líneas y las leerá con mayor o menor interés, lleva a que el lenguaje sea singular. Desde el principio, se genera un clima especial, las palabras se juntan unas con otras según un código propio, forman un mecanismo muy eficaz, una partitura diferente. Gracias a esa interpelación silenciosa de fondo, a la presencia invisible pero segura del destinatario, se logra una lucidez expresiva, una profundidad que no se conseguiría escribiendo en otro registro.
Así lo experimentaron, hace ya muchas décadas, Rilke en sus Cartas a un joven poeta, Kafka en su Carta al padre, o Ingeborg Bachmann y Paul Celan en esa correspondencia sentimental que mantuvieron durante años y que más tarde se publicó en un volumen titulado Herzzeit. Todos esos autores comprendieron que en la carta hay un elemento estimulante, un componente capaz de activar tanto la imaginación como la memoria, capaz de sublimar el lenguaje. Se dieron cuenta de que, de una forma diferente a la que les ofrecían las novelas, los relatos y los poemas, a través de las cartas no solo transmitían al destinatario informaciones, planes y anhelos, sino que, gracias a lo que iban descubriendo en ese camino intelectual y creativo, llegaban a lo más hondo de sí mismos.
Claro, todo esto tiene una lectura coyuntural, nos devuelve al origen del asunto. Y es que, en esa práctica reincidente, en su repentina afición a escribir cartas, nuestros políticos han hallado varias cosas al mismo tiempo. Por un lado, una manera más sosegada y reflexiva de comunicar y de relacionarse. Por otro, una estrategia acertada de aproximación a la ciudadanía, un modo de acercarse a nosotros aprovechando las virtudes de la palabra escrita, una última oportunidad de conmovernos antes de que nos cansemos definitivamente de ellos.
Escritor