Los lamentables acontecimientos internacionales quizá tengan la virtud de abrir nuestra mente a una nueva perspectiva sobre la emigración motivada por la necesidad de sobrevivir, toda vez que muchos no hemos experimentado o directamente hemos olvidado el pasado reciente de nuestros ancestros.

La invasión rusa de Ucrania, por ejemplo, nos ha recordado el derecho de los ucranianos a huir de la guerra, a pedir asilo lejos del hogar para no morir en él. Ahora, además, puede sensibilizarnos hacia el derecho de los rusos a no morir en un país extranjero en una guerra que acaban de descubrir muchos de ellos, cuando han percibido que no es buen negocio engrosar la lista de aquellos muertos a mayor gloria del nuevo imperio de Putin.

Nuestros vecinos eslavos son muy reconocibles en sus necesidades y quizá un poco menos en su aspecto. Nuestros vecinos africanos, en cambio, son claramente reconocibles en su aspecto y prácticamente nada en sus necesidades. Casi parecería que lo suyo no es una huida de casa por la supervivencia sino apenas una excursión al parque temático de la pretendida abundancia europea. Pero nadie se queda a vivir en Disneylandia porque se desaloja cada noche y, sobre todo, porque sus visitantes tenemos a dónde ir.

Nadie con un mínimo de humanidad negaría el derecho de asilo a Masha Amini si esto le hubiera evitado ser arrestada porque un fanático con poder sobre la vida de todas las mujeres decidió que no llevar el velo a su gusto merecía la muerte. Pero a ninguno se nos pasa por la cabeza que un millon de jóvenes iraníes merezcan acogida por la misma razón. El dilema moral se complica aún más cuando la amenaza vital es más intangible: la carencia. Porque abogamos por propiciar las condiciones de vida dignas y con derechos en origen pero hay tanto que gastar en nosotros mismos...