ESTA semana se han cumplido seis meses de la guerra de Rusia en Ucrania. Esta guerra, que es invasión y agresión, que es ilegal, ilegítima y criminal, ha producido entre los civiles 5.614 muertos y 7.946 heridos, según recuento de la ONU. Este registro, del que se encarga la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, incluye solo a las víctimas verificadas positivamente por este organismo, de modo que el número real con toda probabilidad es superior.

Unicef ha calculado que esta guerra en Ucrania ha dejado 972 niños muertos o heridos en estos seis meses. Siendo la fuente la misma, bien cabe colegirse de nuevo que el número real sea mayor. No solo se trata de muertos y heridos, deben denunciarse también, lo dijo esta semana António Guterres, secretario general de la ONU, “graves violaciones del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario cometidas sin apenas rendir cuentas. Millones de ucranianos han perdido sus hogares y sus posesiones materiales, convirtiéndose en desplazados internos o refugiados”.

La directora de Unicef ha incidido sobre los efectos sobre la infancia: “las escuelas han sido objeto de ataques o han sido utilizadas por las partes, por lo que las familias no se sienten seguras para enviar a sus hijos a la escuela. Calculamos que una de cada diez escuelas ha sido dañada o destruida. Todos los niños deben ir a la escuela y aprender.”

Unicef, en este contexto, ha aportado material didáctico a cerca de 290.000 menores, ha involucrado a más de 402.000 en la educación formal y no formal, ha facilitado agua potable a más de 3,4 millones de personas y ha distribuido suministros sanitarios a casi 4 millones de personas en las zonas afectadas por la guerra. En fin, si usted quiere puede ser parte de este esfuerzo con su donación, ya lo sabe. Ahí tenemos a nuestro buen Isidro Elezgarai, presidente de Unicef en el País Vasco, que sabrá dar buen uso a lo que podamos aportar.

Pienso en los niños que escribieron sus memorias o sus recuerdos durante la ocupación nazi. Pienso en el inmortal Diario de Anna Frank, o en los mágicos y purísimos Diarios de Petr Ginz, o en los recuerdos increíbles de Thomas Buergenthal en Un niño afortunado. Esta misma semana he visto la delicadísima y tierna película basada en el libro de recuerdos de Judith Kerr, Cuando Hitler robó el conejo rosa, que acabo de comprar en la librería de mi barrio y tengo a mi lado para esta tarde y mañana. Y pienso cuántos y cuántas Anna, Petr, Thomas y Judiths no habrá ahora en Ucrania, o aquí mismo entre los refugiados, a nuestro lado, escribiendo sus recuerdos del año en que Putin decidió robarles la infancia.

En estos libros encontramos a veces detalles menores, de personajes muy secundarios que aparecen de pasada, pero que por su actitud tonta y hostil aumentaron el dolor y la humillación. Los miserables que pintaron Z en los albergues de Bilbao bien podrían jugar el papel de ese odioso personaje. Los que insensiblemente culpan a las víctimas de que la agresión nos sube el precio de la energía o nos obliga a bajar el termostato un par de grados, hacen sus pinitos en ese odioso cásting.

Pero también suele haber en esas historias personajes secundarios que con un aparentemente insignificante detalle menor, con un gesto amable, con un detalle generoso, con una sonrisa justa en el momento adecuado, cambiaron a mejor un día o un momento e imprimieron así en una mente infantil memoria del bien para toda una vida.

No podemos hacer ya nada por evitar la guerra que Putin inició. Poco podemos hacer por alterar su curso. Pero, ahora que 769 menores comienzan el curso entre nosotros, sí podemos aspirar a ser ese modesto personaje secundario que un día ayudó en un comedor, en una acogida, en un centro escolar, en una tienda, en la cola de un autobús o en la calle un día de lluvia. l